viernes. 29.03.2024

La crisis y los sindicatos de clase

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Ha llegado la hora de que los sindicatos vuelvan a recordar a todos la clase a la que pertenecen; ha llegado el momento de salir a la calle, de convocar la primera huelga general global de la historia

El movimiento sindical español fue destruido, como tantas cosas, por la barbarie fascista que asoló España durante cuarenta años. Mientras en el resto de Europa Occidental, tras la Segunda Guerra Mundial, se fueron articulando unos sindicatos fuertes que, junto al miedo a la URSS, forzaron la edificación del Estado del Bienestar contra la voluntad de los miopes capitalistas del continente, en España, los manigeros del régimen y sus estraperlistas iban amasando inmensas fortunas a costa de la indefensión de los trabajadores, del terror inoculado en el tuétano de los huesos de una ciudadanía borrada y de una legislación hecha por y para filibusteros. A partir de los años cincuenta, comenzó a articularse una incipiente respuesta a la dictadura desde los pozos mineros, las fábricas y las universidades, respuesta que iría a más durante los años sesenta y que cristalizaría en las grandes huelgas y movilizaciones de las décadas de los setenta y ochenta, justo en el momento en que Margaret Thacher –sí esa señora que acogió en su regazo al venerable anciano y asesino Augusto Pinochet- se cargaba a las Trades Union por mucho tiempo, ahogando literalmente la huelga de los mineros ingleses: Todo estaba dispuesto, allanado, para la llegada a Europa del capitalismo necon. Corría el año 1985 y aquí, en España, los gobiernos de González intentaban poner –contracorriente, como casi siempre- los primeros pilares del Estado del Bienestar sin cerrarse a las nuevas políticas económicas, que eran las más viejas.

Mucho se ha hablado del papel esencial que los sindicatos jugaron en la transición española, mucho de su sabia moderación en momentos críticos para el país, de su arriesgada apuesta por la democracia, de aquellas huelgas generales de los ochenta, de su predisposición al diálogo... No lo discuto, cada día tiene su afán. Sin embargo, el escenario ha cambiado radicalmente y aquella que pudo ser una actitud responsable en un momento dado, pudiera tornarse en irresponsabilidad calamitosa dada la respuesta que están dando ante la crisis sin precedentes en que nos han medito los adalides del liberalismo económico, sus cómplices y colaboradores necesarios. Durante los treinta años de expansión del modelo económico neoliberal, los sindicatos han consentido –se justificaban en la situación política, en la creación de puestos de trabajo, en el “de dónde veníamos”, en el crecimiento económico necesario, en el sálvese quien pueda- la desregularización del mercado laboral, de tal modo que un trabajador con contrato indefinido puede ser despedido sin la menor dificultad; de tal forma que hoy un empresario puede contratar a quien quiera por el tiempo que quiera, los días que guste o las horas que apetezca; han callado, o al menos no han gritado lo suficiente, por falta de voz o por indolencia, ante la privatización de la sanidad, la educación y los servicios públicos en general que se realizó en comunidades como Madrid, Cataluña y Valencia; han mirado hacia otro lado cuando han sabido que miles de emigrantes estaban trabajando sin contrato alguno, con sueldos miserables, viviendo hacinados en pisos inhabitables, en fin, han hecho la vista gorda ante los paraísos fiscales que desangran las Haciendas Públicas, las agresiones y menguas que ha sufrido nuestro incipiente Estado del Bienestar y han contemplado, como si no fuera con ellos, cómo se permitía circular libremente a los capitales y se encarcelaba a las personas que intentaban hacer lo mismo.

Nunca es demasiado tarde para reaccionar, es más, creemos que ha llegado el momento de despertar del letargo, de la siesta, de la abulia, el momento que no tiene espera. Los maximalistas del “laissez faire, laissez passer” han impuesto su modelo en todo el planeta, un modelo basado en la explotación, la especulación, la estafa, el dinero fácil, la marginación, la exclusión social, la rapiña y el ahondamiento de las diferencias económicas y sociales. El Estado –decían- no debe intervenir en nada, han de ser los emprendedores quienes se encarguen de gestionar todos los servicios públicos y privados, quienes guíen a la Humanidad por el camino que lleva a la “riqueza de las naciones” a costa de otras naciones, de otras personas. El resultado, a la vista está, no puede ser más catastrófico: A día de hoy, cuando la Reserva Federal norteamericana inicia una nueva política monetaria, nos encontramos ante una crisis cuyas consecuencias sobre la vida de las personas –que es lo único importante- nadie se atreve a evaluar ni pronosticar. Estamos, por primera vez en décadas, en una situación de desamparo e incertidumbre gracias a que –entre todos, no sólo los sindicatos, también los gobiernos, también los ciudadanos cegados por el vellocino de oro- hemos permitido que los “tiburones” del capitalismo hayan organizado nuestro presente y nuestro futuro, sustituyendo en casi todas las parcelas de la vida al Estado Social de Derecho, que no es un ente abstracto ni un enemigo a batir, sino una conquista de los trabajadores para el progreso, la libertad y el bienestar de todos.

Con sus prédicas, con su propaganda apabullante, esos malnacidos lograron contagiar a una parte sustancial de la sociedad occidental, eliminando sus señas de identidad, sus lazos de solidaridad, de fraternidad, de humanidad: Todos podíamos hacernos ricos en un abrir y cerrar de ojos, el Estado sólo era un estorbo, una piedra en nuestro camino hacia la riqueza infinita, sólo teníamos que pasar por encima de los demás, aunque fuese pisando cadáveres, pues el prójimo era nuestro enemigo si no estaba con nosotros o se atravesaba en nuestro destino inexorable. Ahora, vemos el naufragio, todos lo tenemos en mente, y contemplamos inertes cómo los canallas de la especulación, los hombres sin alma, se han jugado nuestro dinero y lo han perdido mientras el suyo está a buen recaudo.

Pues bien, ha llegado la hora –estamos convencidos de ello- de que los sindicatos vuelvan a recordar a todos la clase a la que pertenecen, su internacionalismo, independientemente de los ingresos que alleguen; ha llegado el momento –ahora más que nunca, el mundo es un pañuelo- de salir a la calle, de convocar la primera huelga general global de la historia para dejarle bien claro a los canallas de Wall Street, de Londres, de Madrid, de Tokio, de París, de Seúl, de Berlín, que la fiesta se ha acabado, que quien rompe los trastos los paga, se los lleva a su casa y va a la cárcel, que es el pueblo quien manda, quien quita y pone reyes, que está condenado al fracaso quien gobierne o actúe contra él. Si en este momento crucial, los sindicatos de todo el mundo no son capaces de demostrar de qué lado están, de hacer un llamamiento a los trabajadores de todas las clases para darle la vuelta a la globalización y a sus valores invertidos, si no tienen el valor o la capacidad para decirle claramente a los trabajadores cuál es la situación, qué es lo que nos estamos jugando y convocarlos a todos a una civilizada pero contundente movilización mundial, pueden ir apagando las velas y cerrando las puertas. Serán historia, un recuerdo del pasado. Nosotros también. Para esa acción, los sindicatos han de tener en cuenta los cambios habidos, no se trataría de una huelga contra tal o cual gobierno como las últimas conocidas, sino contra el sistema, contra el neoliberalismo estafador.

La crisis y los sindicatos de clase