martes. 16.04.2024

Canción para Laura y otras rosas

mujeres paro

La indolencia, el inmovilismo y el silencio son cómplices de este descomunal desaguisado en que nos han metido los de la “Mano Invisible”, los partidarios de que las zorras guarden los gallineros

Había sido en su primera juventud criatura dulce, bella, encantadora, tímida y atrevida. Dedicado igual tiempo a amar que a sus obligaciones ineludibles. El pelo largo castaño, tirando a negro, la cara angulosa, grande y poco común, atractiva, alta para su tiempo, bien formada, siempre olía a jazmín aunque usara perfume distinto. Al menos así la recuerdo y así la veo cuando últimamente -cosas del destino- la encuentro paseando por la Gran Vía o por un barrio de la ciudad. Aunque han pasado los años, mantiene la frescura; aunque la vida ha golpeado duro, conserva la serenidad que da una ingenuidad expresiva labrada con tesón.

Hace unos días -leía en un banco callejero las hojas de un conocido periódico nacional-, la vi arrastrando unas bolsas de mercadona por la acera de enfrente. La llamé y le rogué me acompañara a una cafetería próxima donde pudiéramos hablar sosegadamente. No puso ninguna objeción y de inmediato estábamos, como hacía más de veinte años, frente a frente sobre un velador. Para romper el hielo, la invité a leer un emocionado y certero artículo de Almudena Grandes sobre nuestro pasado, sobre nuestras vidas y nuestra memoria silenciada, un artículo escrito antes de que la justicia golpeara a su compañero, Luis García Montero, por enfrentarse a un tal Fortes, profesor universitario que quería pasar a la fama a su costa, a la de García Lorca y a la de la estridencia más vulgar. Enseguida el calor entró en la conversación, dejamos a un lado el artículo y comenzamos a hablar de nuestras vidas. A pesar del tiempo, no habíamos perdido la confianza ni el cariño que otrora nos profesamos. Tomaba café a sorbos cortos, con la misma cara de agrado que había lucido siempre. Me contó que tenía dos hijos, niño y niña, un marido normal y que era medianamente feliz dentro de lo que se podía ser en un mundo tan alegre como éste que vivimos. Había estudiado letras, preparado varias oposiciones y obtenido numerosas becas de investigación, pero también llevaba dieciocho años ininterrumpidos apuntada en las listas del paro sin obtener ni una sola oferta de empleo. Me dijo que durante unos años, sin cobrar un duro, acudía a las oficinas del INEM casi en soledad, junto a algunos jóvenes primerizos. Ahora, sin obtener subsidio alguno, seguía acudiendo pero tenía que esperar horas para que le sellaran la tarjeta y no perder la antigüedad. Aquellas oficinas se habían llenado de la noche a la mañana. Entristeció un poco, recuperándose al momento. Siempre ha sido una mujer valiente, dispuesta a adaptarse a las circunstancias por duras que estas fueran. Mientras hablaba, apenas podía dejar de mirarla. La escuchaba con suma atención pero al mismo tiempo me maravillaba comprobar que los años y las circunstancias apenas habían hecho mella en su rostro. Me parecía la misma con la que había hablado tantas veces en tantos lugares distintos. Nada en ella, acaso un poso de tristeza en el fondo de los ojos por lo irremediablemente perdido, indicaba que hubiese pasado tanto, tantísimo tiempo. La misma frescura, la misma claridad, la misma dulzura, el mismo encanto paciente y edonista.

Llevábamos más de una hora charlando, cuando me dijo que había estado en su pueblo recientemente. Su familia vive en uno de esos pueblos con casas viejas a donde ahora le ha dado por ir a los turistas. Eso del turismo rural y cultural. En una de esas calles que no han cambiado de aspecto formal en tres siglos. En una de esas casas grandes, destartaladas, con un gran patio central y escaleras por todos sitios. Su padre y sus dos tíos viven juntos, todos mayores de ochenta años, achacosos, pero alegres y dispuestos. Uno de los días, después de comer, observó que su tía –mujer de energía y alegría sin par- echaba los granos de arroz que habían sobrado a los pájaros que revoloteaban por el patio. Escondida detrás del visillo de una ventana la miró durante más de media hora, absorta en la felicidad más feliz que alcanzarse pueda. Al rato, salió al patio para compartir ese momento mágico. Las dos reían como niñas con aquel rito que, sin la menor trascendencia, les estaba llenando de gozo.

Me dijo, al terminar de contarme esa historia sin mucha importancia, que estaba convencida que su vida iba a consistir en eso, en echar de comer a los pájaros; que ya no tenía esperanzas en encontrar nada, pero que no era un mal oficio ese de ganarse la confianza de las avecillas sin remuneración alguna. Quedé un poco pensativo, como desconcertado mientras ella se embebía en ese recuerdo estival, tal vez el mejor de este verano. Luego reaccioné y pensé, igual que mi encantadora amiga, que era cierto lo que decía: Mejor dar de comer a los pájaros que dedicarse a ponerles trampas. ¡Ojalá todos pudiésemos ser felices dándole de comer a los gorriones, a los verderones, pardos, chichipanes…! Sin embargo, para la mayoría de nosotros es más apetecible codearse con rapaces, estar a su lado, arriba, despanzurrar a cualquiera que se atreva a cruzarse en nuestro vuelo pretencioso, alienante, absurdo.

El Inem, el Servei o como quiera que se llame ese sitio donde se apuntan los parados, continuará elaborando estadísticas dramáticas. Laura y otras rosas como ella acudirán ritualmente a renovar un papel por el que no perciben un duro, en busca del primer trabajo, a los cuarenta y siete años, pensando en aquel día en que dio de comer a los gorriones. Otros harán cola a sus puertas en busca del subsidio. Los buitres carroñeros, impunes, seguirán volando sobre todos nosotros, provocando miseria allá donde se posen, ahora en la crisis, después, cuando el sol salga de nuevo. En nuestras manos está cambiar ese orden diabólico, acabar con un sistema que impide a los seres humanos su plenitud, su liberación, dar de comer a los gorriones… La indolencia, el inmovilismo y el silencio son cómplices de este descomunal desaguisado en que nos han metido los de la “Mano Invisible”, los partidarios de que las zorras guarden los gallineros…

Canción para Laura y otras rosas