jueves. 28.03.2024

Boicot

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Desde la opulencia superficial golpeada y la carencia de unos referentes culturales sólidos, resulta difícil imaginar la vida de nuestros bisabuelos o tatarabuelos en la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del XX, pero ni mucho menos tanto como la de reconstruir la del Homo Antecesor, tarea esta encomiable que sin duda hoy ofrece muchos más atractivos para una mayoría que desea esconder su pasado reciente y escudriñar en lo remoto y anónimo. 

A grosso modo podíamos decir que se trataba de una sociedad piramidal en la que la gran aristocracia pugnaba por no perder el vértice acosada por la ascendente burguesía fabril, financiera y comercial que había encontrado una fórmula más eficaz que la herencia para acumular capitales. Una clase media menguada, fundamentalmente compuesta por artesanos y profesionales, y una masa de obreros cada vez más hacinada en los incipientes centros fabriles de los arrabales de las grandes ciudades. Perdida, desarraigada, medrosa, individualista, hambrienta, sin miedo por la pérdida de la propia vida, pero con todo el miedo que Dios y los patrones eran capaces de inocular, esa masa lo era por su número pero no por su identidad. Cada cual buscaba la forma de sobrevivir como podía, unas veces encerrándose en la resignación, otras arrimándose al capataz, otras mediante acciones individuales directas y desesperadas, las más callando. Hasta aquí, y a vuelapluma, no es difícil recomponer la vida de aquellos hombres, sobre todo cuando historiadores y literatos han dejado miles de páginas al respecto, cuando todavía podemos contemplar condiciones de vida similares en decenas de países pobres o en vías de desarrollo. Lo difícil, y lo valioso para el porvenir, es saber como, en esa masa hambrienta y temerosa de Dios y sus poderes terrenales, pudo prender la semilla de la solidaridad y el sentimiento de clase.

La respuesta más inteligente y eficaz que los trabajadores de todas las clases pueden oponer a las arbitrariedades y abusos de quienes son más dueños de todo que nunca, es el boicot

Millones de hombres expulsados del campo y llamados por el sueño de la mejora económica, acudieron a las ciudades sin más herramientas que sus manos. No sabían dónde vivirían, ni si encontrarían trabajo, ni si escaparían de la esclavitud y la pobreza que les había regalado el dueño y señor de todo cuanto, hasta entonces, habían tocado o visto. La ansiada libertad, el mejoramiento de las condiciones de vida, la esperanza se vio truncada por las relaciones sociales de un nuevo modo de producción que, como el de antaño, ponía en manos del patrón dinero, cura de almas, bayonetas y decretos leyes. Fue entonces, en las calles embarradas jalonadas de miles de chabolas por dónde corrían los detritus humanos y engordaban todo tipo de virus y bacterias, cuando los “predicadores” de la emancipación comenzaron a llamar a las puertas de los parias, a reunirse con ellos en las entradas de las fábricas, en los tajos, en las tabernas, en las calles. Perseguidos por la ley, apaleados por los sicarios y, muchas veces, por los mismos trabajadores a los que trataban de ayudar, no cejaron en su empeño, encontrando pronto a unos cuantos que escucharon sus palabras de libertad, justicia e igualdad. Esos pocos fueron divulgando a otros que la verdadera fuerza no estaba en la sumisión, sino en la unión de todos, en dar una respuesta única a los abusos de los poderosos. Un día se plantaron en la fábrica y decidieron, jugándose la vida que se jugaban todos los días con el hambre, la enfermedad y la explotación, no trabajar si sus reclamaciones, mínimas en un principio, no eran aceptadas. El miedo seguía latente, Dios -como decía Atahualpa Yupanqui- continuaba sentado en la mesa de los ricos, pero poco a poco el mito fue perdiendo poder y con el diluyéndose el temor. Ludismo, boicoteos, huelgas, manifestaciones a pecho descubierto contra patrones y gobernantes y, por fin, las revoluciones, la revolución rusa ante todo, fueron los instrumentos de que se sirvieron los que eran más y menos tenían para luchar contra los que eran menos y más tenían, para mejorar en todos los ámbitos la vida de sus compañeros y de las futuras generaciones. Muchos murieron en el intento, cientos, miles, millones, pero pusieron las bases para una sociedad más justa, bases que desde hace unas décadas nos hemos empeñado en destruir alucinados como estamos con el espejismo de la solución individual que nos llevará a la conquista del vellocino de oro, a una vida disipada de “lujo y despilfarro”.

El boicot nació como una protesta de la clase obrera ante decisiones a todas luces inmorales de la patronal, luego se extendió a la lucha política como ocurrió con Sudáfrica durante el apartheid

La lección la sabe todo el mundo, los trabajadores de todas las clases, como decía la vieja Constitución republicana de 1931, sólo tienen un arma que se llama unidad de acción y nace de la conciencia de ser lo que se es. El capitalismo, que es un sistema capaz de adaptarse a muchas circunstancias pero que se mueve mucho mejor cuando menor es el Estado, menor la educación del pueblo y menor la organización de los trabajadores, ha logrado atomizar a la clase obrera hasta un extremo tal que podríamos afirmar que no existe, puesto que el empleado nada quiere saber del obrero, el obrero especializado nada del que no lo está, el obrero sin cualificar nada del parado y el que trabaja en la misma planta que el jefe del negocio, nada de quienes están en otras secciones. En esas condiciones, tal vez sea necesario replantearse la estrategia a seguir contra ese modo de producción camaleónico que cada día va conquistando más parcelas de poder y saturando los campos de concentración de la exclusión social. Es posible que la huelga, tal como hoy está concebida, haya perdido la capacidad de presión que otrora tuvo. Reglamentada hasta lo inaudito, disminuida por la libre circulación de capitales, las deslocalizaciones y la pérdida de conciencia por parte de los trabajadores, puede resultar en estos momentos más lesiva que beneficiosa, aunque siempre será un instrumento a tener en cuenta llegado el momento; el ludismo tuvo su justificación en otro tiempo, pero ahora carece de sentido puesto que no es la solución luchar contra los avances tecnológicos sino pelear para que estos sirvan para mejorar las condiciones de vida de todos; la revolución queda lejana por motivos más que evidentes… ¿Entonces, qué nos queda? Muy sencillo, hay que empezar de nuevo, desde abajo, y si la multinacional Kraft, por poner un ejemplo, decide cerrar la fábrica de El Caserío de Mahón pese a tener beneficios para llevársela a otro lado, no comprar ningún producto de esa marca; si Volkswagen amenaza y chantajea una y otra vez con llevarse sus fábricas de Barcelona, México y Pamplona a Tailandia o Puente Tocinos, provincia de Murcia, no se compran coches de esa marca, si las grandes superficies presionan a pequeños agricultores e industriales hasta llevarlos a la ruina, se deja de ir a esos centros y así sucesivamente. Me dirán que eso es muy complejo, pero precisamente hoy la tecnología nos brinda la posibilidad de poder hacer campañas multitudinarias sin mover el culo de la silla que tenemos frente a nuestro ordenador. El boicot nació como una protesta de la clase obrera ante decisiones a todas luces inmorales de la patronal, luego se extendió a la lucha política como ocurrió con Sudáfrica durante el apartheid. Si quienes han globalizado la economía según sus personales intereses, montan y desmontan centros de trabajo a su conveniencia en un periquete, ocultan sus dineros en infiernos fiscales, provocan crisis, urden estafas mundiales impunemente y quieren que los trabajadores prescindan de todos sus derechos, incluido el de tener un salario digno, supieran que ante cada una de sus fechorías tendrían la respuesta adecuada, seguro que se lo pensarían dos veces. En ese sentido y en el contexto actual, creo que la respuesta más inteligente y eficaz que los trabajadores de todas las clases pueden oponer a las arbitrariedades y abusos de quienes son más dueños de todo que nunca, es el boicot, no hay más que mirar su origen: Charles Boycott, de cuyo apellido viene el término, se negó en el último tercio del siglo XIX a las reivindicaciones de los granjeros irlandeses que le pedían una bajada en los arrendamientos. Reunidos los campesinos de la comarca decidieron romper todo tipo de transacción comercial con él. Boycott los expulsó a todos de sus tierras sustituyéndolos por esquiroles venidos de otras partes del país custodiados por cientos de militares y policías. Al cabo de dos años, Boycott hizo cuentas, se había arruinado. Eso sí, el boicot puede servir excepcionalmente para casos locales, pero su verdadera repercusión, su auténtica fuerza se derivaría de la coordinación continental, sino mundial, de las campañas a emprender.

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