jueves. 28.03.2024

Atavismo, machismo y barbarie

manada pamplona

Cuando se habla de abusos sexuales y eso se lleva al Código Penal, creo que estamos ante un escarnio. Aquí el legislador se equivocó de cabo a rabo

Durante muchos años trabajé en la cárcel. Esa experiencia y las secuelas que dejó en mi ser -aun siendo trabajador y no preso- me impiden demandar que se aumenten las condenas o ver a esa institución como un instrumento inocuo. Empero, estamos ante un problema terrible, la violación de una joven en Pamplona por cinco fornidos machos que se hacían llamar “La Manada”, es una monstruosidad de tal calibre que ha hecho que las calles se llenen de personas indignadas con la sentencia judicial de la Audiencia de Navarra, indignación que comparto no tanto por la condena en sí como por los juicios de valor tremendos que se vierten en ella. Si los miembros de ese grupo de bestias cumpliesen nueve años en la cárcel y después, durante otros muchos, estuviesen bajo vigilancia con la obligación de acudir a los tratamientos que fuesen menester tendría poco que objetar. Sin embargo, la experiencia dice que los violadores se comportan bien en la cárcel y suelen acortar sus condenas mediante tareas colaborativas y buenas actitudes regimentales, volviendo en muchos casos a reincidir en su conducta delictiva. Mientras en otro tipo de delitos, la reeducación y la reinserción social funcionan para un porcentaje muy alto de presos, no sucede lo mismo con los violadores, que respondiendo a atavismos primitivos y a pautas educativas salvajes, sienten la necesidad de mostrar su superioridad sobre personas que consideran de inferior fuerza física. Se trata, qué duda cabe, del peor rastro que queda del comportamiento patriarcal que pone al hombre, al macho, por encima de todo, contando para ello aún en nuestros días con el caldo de cultivo de los programas y anuncios televisivos que cosifican a las mujeres, con los patrones de seducción que continúan otorgando a ellos un papel activo y a ellas uno pasivo, con la tolerancia de una parte de la sociedad hacia esos roles hegemónicos y con el aplauso que muchas veces reciben quienes en fiestas, bares y discotecas se comportan con una actitud de superioridad delirante. El mandato constitucional, es muy claro: Las penas privativas de libertad irán encaminadas a la reinserción y reeducación de los penados. Se trata pues de buscar el medio para que esos delincuentes no tengan ninguna posibilidad de reincidir, pero también de intentar que esos comportamientos inconcebibles sean erradicados de nuestra sociedad, para lo que es imprescindible un cambio radical en el modelo educativo público y familiar.

Dejando de lado la cuestión penitenciaria del asunto, entraré ahora en lo que más me duele de la sentencia, dejando claro que no soy un experto jurista y que esto solamente es una opinión personal. En primer lugar, cuando se habla de abusos sexuales y eso se lleva al Código Penal, creo que estamos ante un escarnio. Aquí el legislador se equivocó de cabo a rabo. Si se habla de abuso es porque se considera que hay un uso adecuado, es decir que la persona violada dio pie a ciertas cosas que luego no pudo cortar porque se le había ido de las manos. Abusar es usar algo con desmesura, con exceso, lo que nos lleva a pensar que la víctima era una cosa y que esa cosa podía haberse usado con moderación y buenas maneras, lo que en este caso no habría rebajado un ápice al carácter brutal del delito.

Por otra parte, el relato que hacen los magistrados de los hechos demostrados deja bien claro que los miembros de “La Manada” tenían la intención de acudir a Pamplona con burundanga para follarse a una gorda. De todos es sabido para que se usa esa droga y los efectos que produce, luego en su ánimo estaba, al menos eso se desprende sus palabras, la intención premeditada de someter sexualmente a una persona que en ese momento no tenía nombre ni apellidos. En muchas ocasiones, en conversaciones mantenidas entre machos, se habla así, yo me la tiraría, tengo que hacer lo que sea para llevármela al catre, pero aquí se va más lejos cuando proyectan llevar una droga que acalla la voluntad y de practicar sexo en grupo con una sola persona del otro sexo, de modo que lo que en un principio pudo ser una relación amistosa en un ambiente festivo, cuando conocemos la intención de los delincuentes se convierte un plan perfectamente urdido hacia la víctima mediante el engaño continuado que sólo tenía una finalidad. Sorprende que los magistrados afirmen en el auto que “no se aprecia consentimiento alguno por parte de la víctima sino mero sometimiento ante una apabullante situación de superioridad física y numérica”, para luego decir que no hubo violencia. Incomprensible. Cinco machos fuertes acorralan a una joven de dieciocho años en el zaguán de un edificio alejado de todo el bullicio festero, la rodean y comienzan en derredor suyo una danza macabra que acaba cuando los machos penetran todos los orificios de una chica aterrorizada que no sabe ni puede reaccionar ante lo que le están haciendo. No hace falta recurrir a ningún tipo penal, sólo al sentido común y al principio de humanidad, eso es violencia, eso es salvajismo, eso es crueldad, bestialismo, impiedad. No verlo de ese modo, es un síntoma más de la terrible decadencia ética en que cada día nos adentramos un poco más

El voto particular del magistrado Ricardo Javier González en el que expresa que no “aprecia en los vídeos cosa distinta a una cruda y desinhibida relación sexual mantenida entre cinco varones y una mujer, en un entorno sordo, cutre e inhóspito y en la que ninguno de ellos, tampoco la mujer, muestra el más mínimo signo de pudor, ni ante la exhibición de su cuerpo o sus genitales...”, deja bien claro que estamos ante un caso patológico, porque en ningún momento tiene el mínimo humano de empatía para ponerse en la piel de la víctima mientras parece deleitarse en el lugar donde acaece el delito, la desnudez, los movimientos o los gestos de la víctima y sus agresores. Indudablemente, no parece que una persona así pueda dedicarse a impartir justicia. Evidentemente no lo hace.

Por último, la cuantía fijada por el Tribunal para indemnizar a la víctima -diez mil euros por delincuente-, evidencia en cuanto valoran los miembros de ese tribunal la dignidad de la joven de dieciocho años violada. La indemnización no resuelve ningún problema, ni cuando hay un atropello con heridos o muertos, ni cuando se desfalca un banco, ni cuando se malversan caudales públicos, pero su cuantía debe indicar la gravedad del delito y servir para que la víctima pueda utilizar todos los medios posibles para su recuperación, cosa nada fácil cuando te han forzado y roto el alma.

No tengo la menor duda que si mañana, y peso cien kilos, me cogen en un oscuro callejón cinco machos dispuestos a violarme, no ofreceré la más mínima resistencia, porque todos sabemos lo que ocurre cuando te enfrentas a bestias que ya dan por hecho lo que van a hacer. Considerar que forzar a una persona hasta los extremos en que lo hicieron los miembros de La Manada no es violación porque los susodichos no llevaban hachas ni machetes ni ella les arañó la cara, es como decir que el franquismo fue un régimen autoritario después de haber matado, desaparecido, humillado y torturado a cientos de miles de personas. No se trata, en mi modesta opinión, de pedir más años de cárcel, sino simplemente de ponerse en la piel de la víctima, en la humillación que le infringieron, en el dolor inmenso que sufre, en el impacto brutal que esa salvajada tiene y tendrá en su vida. También, en la mente de los delincuentes, en su actitud premeditada, en su maldad. Y actuar en consecuencia, como seres humanos que somos o debemos ser.

Atavismo, machismo y barbarie