sábado. 20.04.2024

Desde Atapuerca, apenas hemos avanzado

Aunque parezca mentira, hoy, cuando nos aproximamos al primer cuarto del siglo XXI, la religión sigue teniendo la misma importancia, o más, que tenía para el hombre de Atapuerca o de Kibish

De entre los animales que el hombre no ha conseguido eliminar todavía de la faz de la Tierra, sólo unos cuantos han llegado a un nivel de evolución que les permita ocuparse de sus menores, sus mayores y sus enfermos. Mientras la ballena, el delfín o el elefante son capaces de cuidar de aquellos familiares que sufren alguna minusvalía o de llorar ante la desaparición de un ser querido, la inmensa mayoría, con un nivel evolutivo menor y sometida inexorablemente a las leyes de la subsistencia, prima el cuidado de aquellos elementos que muestran más fortaleza y, por tanto, contribuyen de un modo más eficiente a la perpetuación de la especie en un medio hostil, así ocurre con el león, el lobo o el águila, animales que miman al macho alfa y desprecian al que muestra alguna tara o problema de desenvolvimiento.

La teoría de la evolución supuso un avance gigantesco para comprender por qué surgió la vida y como se fue transformando por las distintas ramas que nos unen al tronco común del inicio. Darwin dejó fuera a Dios de nuestro nacimiento y desarrollo, cosa que sentó muy mal a quienes habían hecho de Dios un medio de vida y de poder, aunque los deístas, siempre al acecho, pronto quisieron adaptarse para no ser barridos de la historia. Fue Teilhard de Chardin quien a principios del siglo XX confirmó para los cristianos la veracidad de las teorías de Darwin, pero corrigiendo una parte primordial: Las especies evolucionaban y tomaban cada una un camino diferente de acuerdo con los accidentes que encontraban en su vicisitud vital, pero la primera célula, el primer embrión del que salieron todos los demás fue creado por Dios. Desde entonces, Dios volvió a tomar el impulso que parecía condenado a perder de la mano del sabio científico inglés y de Carlos Marx. La creación seguía siendo obra de Dios, la evolución cosa de la accidentalidad para la mayoría de las especies, del libre albedrío para los hombres.

Bien, aunque parezca mentira, hoy, cuando nos aproximamos al primer cuarto del siglo XXI sumidos en un mar de perplejidades y de pesadumbres que nos hacen dudar de nuestro futuro como especie, la religión sigue teniendo la misma importancia, o más, que tenía para el hombre de Atapuerca o de Kibish. Los presidentes de la nación más poderosa de la tierra, esos que tienen la posibilidad de hacer desaparecer al planeta con sólo apretar un botón y que dirigen con mano firme la explotación del hombre por el hombre, acuden a misa todos los días de guardar con su Biblia en la mano, juran delante de una bandera puesta la mano sobre un libro sagrado y, poseídos de la infalibilidad que da la protección divina, deciden dónde habrá guerra real con bombas y destrucción masiva o dónde la guerra será por otros medios como la competencia, la competitividad o el avasallamiento, siempre respondiendo a los comportamientos animales que buscan demostrar la superioridad eterna del mimado macho alfa, ese que tiene derecho a todo. De igual modo, en las partes más pobres del planeta, esas que son riquísimas en materias primas imprescindibles para todo lo que usamos pero inmensamente pobres porque desde hace siglos son sometidas al expolio por sometimiento bélico, la gente que intentaba sobrevivir y comenzar a gozar un poco de su existencia, se ha ido entregando progresivamente a Dios, mirando hacia La Meca, bañando sus pies en el Ganges o adorando a un señor gordísimo que desde que nació está sentado en el mismo sitio y en la misma postura. La vida es un sinvivir, un camino lleno de atrocidades del que no esperan nada; al otro lado, Dios les aguarda con todos los manjares que el tiempo de los machos alfa les negó. No importa morir cuando la muerte es el pan nuestro de cada día, cuando ves desaparecer a temprana edad a quienes tenían que haber muerto bastante después que tu, cuando ni siquiera eres capaz de saber quién es el que ha destruido tu casa y hecho saltar a los tuyos por los aires envueltos en rojo y barro. En las zonas templadas, el hombre se dice descreído y en muchos casos ha abandonado los ritos religiosos de sus ancestros, sin embargo, sigue llevando a sus hijos a escuelas y universidades regidas por clérigos para que los formen y los adiestren para seguir la senda que conduce al éxito material, votan a partidos confesionales para que dirijan esta insólita decadencia cuando hay instrumentos más que suficientes para un nuevo renacimiento humano, y presumen de estar tocados por la mano de la providencia si la diosa fortuna les acaricia.

La guerra, esa que Carl Von Clausewitz definía cínicamente como la prolongación de la política por otros medios, continúa siendo el método más usado y definitivo para demostrar quién es el macho alfa de la región, el continente o el planeta. Es por ella que se decide quien se apropia de las materias primas que no le pertenecen, es por ella que se perpetúa la riqueza de unos y la pobreza de otros, es por ella, o por la amenaza de padecerla, que se imponen las políticas económicas que reparten la pobreza y restringen las libertades en los cinco continentes. Bien es verdad que hace setenta años que no padecemos una guerra mundial como las del siglo XX, tan cierto como que las llamadas guerras regionales han matado hasta hoy a mucha más personas que aquellas dos.

La codicia nació con el hombre primario, cuando a los primeros tiempos que los antiguos llamaban edénicos, sucedió otro en el que los más fuertes –los machos alfa de nuevo-, conscientes de su fortaleza, decidieron someter al resto de la manada o tribu y apropiarse de todos los bienes en beneficio propio y para formar un clan que se sucediera a través de generaciones. Es así, gracias a la ambición y al egoísmo primario del hombre poco evolucionado, que nace la religión y nace la guerra, uniéndose las dos para crear un sistema de poder que hasta nuestros días ha resultado inexpugnable. El hombre codicioso, el hombre religioso y el hombre guerrero –tan presentes en nuestros días en los más altos escalones de los poderes- son una misma cosa, una etapa primara de la evolución en la que el hombre quedó atascado. La evolución del hombre no es –como quiere el darwinismo social- igual que la del resto de las especies, en teoría nosotros tenemos conciencia y voluntad, y salvo los más primarios, deseo de proteger a nuestros semejantes, de caminar con nuestros hijos, viejos y tullidos sin dejar a nadie en la cuneta. Empero, quienes se han encaramado en las más altas cumbres decisorias del planeta, ajenos a la evolución humana e inmersos en su parálisis animal, siguen empeñados en que sean los machos alfa quienes rijan el destino, el porvenir y la cotidianidad de la especie utilizando para ello lo único que saben utilizar desde que aprendimos a andar sobre dos extremidades: La fuerza bruta. Ese hombre, ese tipo de hombre tan extendido en nuestro tiempo, no ha evolucionado y sigue las mismas pautas vitales que el hombre iletrado, ese que buscaba el fuego no para iluminarse, calentarse o cocinar, sino para dominar.

Al igual que decía Nietzsche en El Anticristo cuando afirmaba que había que matar a Jesús, es menester matar al macho alfa si queremos salir del atolladero en que nos han metido los brutos y dar el salto evolutivo que nos convierta en Seres Humanos, en seres justos y benéficos –como decía inocentemente nuestra Constitución de 1812- incapaces de acaparar, de explotar, de guerrear, de humillar, de abusar, de destruir, de contaminar y de creer en fantasmas.

Desde Atapuerca, apenas hemos avanzado