martes. 23.04.2024

Amo a Catalunya

Un lejano día de otoño de 1970 mis padres, mis hermanos y yo bajamos a la huerta que a tres kilómetros de Caravaca tenía mi abuelo...

CASA DE MISERICÒRDIA
El pare afusellat.
O, com el jutge diu, executat.
La mare, la misèria i la fam,
la instància que algú li escriu a màquina:
Saludo al Vencedor, Segundo Año Triunfal,
Solicito a Vuecencia
 deixar els fills
dins de la Casa de Misericòrdia.

El fred del seu demà és en una instància.
Els orfenats i hospicis eren durs,
però més dura era la intempèrie.
La vertadera caritat fa por.
És com la poesia: un bon poema,
per bell que sigui, ha de ser cruel.
No hi ha res més. La poesia és ara
l’última casa de misericòrdia.
Joan Margarit.

Un lejano día de otoño de 1970 mis padres, mis hermanos y yo bajamos a la huerta que a tres kilómetros de Caravaca tenía mi abuelo. Un valle espléndido, verde albaricoquero, verde arce, verde olmo, rodeado de montañas de un azul tan intenso como sólo en el sur regala el cielo trescientos días al año. Una casa grande en una colina, destartalada y rosa, agrietada, suelos de yeso, techos de colaña y un hogar que encendíamos nada más llegar para mitigar el frío que entraba por las mil rendijas que el tiempo había abierto en las ventanas cerradas. Se veía todo, la inmensidad de las arboledas, los bosques, el cristal de las acequias que corrían en busca de la tierra ardiente, las casas de los oteros, y los amigos con los que tan gratos momentos pasábamos un día a la semana en aquella interminable selva. Mi padre buscaba setas, luego leía; mi madre, trataba de cuidar las flores que casi nunca salían, nosotros, salvajes en nuestro medio, desde lo alto, llamábamos a los amigos para iniciar la fiesta. Aquel día, llamamos a Juan, a Alfonso, a Antonio, a todos, sólo Alfonso apareció. -¿Dónde están los demás? -Se han ido -e¿A dónd? -A Barcelona ¿Cuándo vuelven? -No vuelven, se han ido para no volver -¿Y por qué? -Dice mi papa que no tenían pa comer. Fue un día tristísmo. Por diversos motivos llevábamos un mes sin bajar a la huerta, llegamos nerviosos, deseosos de encontrar a los chavales con los que jugábamos cada domingo, buscando culebras, haciendo saltar las acequias, construyendo cabañas encima de los árboles o liberando a los cerdos que engordaban en las pocilgas a la espera de peor suerte. No había nadie, se habían ido todos, todos menos Alfonso y su familia que decidieron esperar con resignación. Por la tarde, aburridos y decepcionados, guiados por mi madre y el perro -un precioso bretón que nos arrebató un vehículo conducido por un cabrón- acudimos a la escuela a escuchar a un cura ultramontano que hablaba en nombre de Dios y manejaba su cuerpo como si fuera el suyo. Nunca supe que decía, pero aquel día sí. -Esta es la última misa que celebramos en El Bañuelo -así se llama el paraje-, como podéis ver -los curas siempre tutean a todo el mundo- ya no queda nadie por aquí y nuestra labor evangélica carece de sentido.

Barcelona -y cuando digo Barcelona hablo también de su cinturón industrial, de Benidorm, de Palma- se había convertido en la patria de promisión y aquel año, último de tres de catastróficas cosechas, en la gota que colmó el vaso y empujó a miles de paisanos a tomar la decisión más dura que se puede tomar: Abandonar el lugar en el que has nacido y te has criado. Fueron duros, muy duros aquellos años para quienes se vieron forzados a huir, jornadas de catorce horas, ausencia de vacaciones, infraviviendas en los cinturones industriales, pero por fin habían dejado de depender del señorito, del cacique de turno, dueño de sus vidas, su trabajo y su dignidad. Fue duro, muy duro, la gran burguesía catalana ha sido, y es, una de las más crueles de España, no obstante financió y apoyó con toda su alma el golpe de Estado y la posterior dictadura franquista, empero, Barcelona era la tierra de la huelga de La Canadiense, aquella que gracias a la heroicidad y la tenacidad de los trabajadores catalanes logró que se impusiera en todo el Estado la jornada de ocho horas. Pasó el tiempo, llegó la democracia, y la mayoría prosperó hasta el punto de poder comprar casa, coche y tener unos ahorros para el añorado momento del regreso. Muchos volvieron cuando peinaron abundantes canas, la mayoría sólo en vacaciones para ver cómo eran sus raíces e intentar que sus hijos y nietos también supieran de ellas.

Entre tanto, mi padre, lector empedernido bueno y sabio, devoraba libros prohibidos que le proporcionaba un viejo librero de Murcia a través de una clandestina librería de Barcelona. ¡Maravillosos libros de Losada!! ¡¡Necesarios libros de Bruguera y Seix Barral!! Y supe quién era Salvador Espriu, y quién Carles Riba, y Joan Maragall, y Joan Brossa, y Gil de Biedma, y Juan Eduardo Cirlot y Joan Margarit, pero también quién Pablo Neruda, García Márquez, Juan Rulfo, César Vallejo, Fonollosa, los hermanos Goytisolo, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza y Juan Marsé. Por ellos después, antes de la muerte del tirano, llegué a la nova cançò y las bellísimas canciones de Lluis Llach se convirtieron en mi verdadero himno nacional. Emigración y cultura se aunaron para que Catalunya, desde antes de los quince años, figurase en mi educación sentimental como una tierra a la que quise y quiero tanto como a la que me vio nacer. No ocultaré que no quiero a mi tierra porque en ella viese la luz por primera vez, sino porque es la de mis ancestros y es hermosa, tampoco que el nacionalismo, cualquier nacionalismo, cualquier bandera, cualquier patriotismo me crea urticaria y náusea, pero sé lo que debo y a Catalunya le debo tanto como la amo en el sentido más estricto de la palabra. Son mentira todas las amenazas que la derecha troglodita lanza sobre una futura Catalunya independiente: Catalunya estará en la Unión Europea y en todos los organismos internacionales, tendrá euro y compartirá con todos la desdicha de pertenecer a esos organismos, tener esa moneda y someterse a los dicterios del FMI. Probablemente, pese a eso, sea un Estado próspero y desigual como lo son casi todos los que hoy conocemos, pero eso son futuribles que no estoy en condiciones de afirmar ni negar, lo que sí puedo decir con toda la rotundidad de mi sentir y mi pensar, es que sin Catalunya todos los sueños se habrán roto, que muchísimos quedaremos huérfanos porque el motor que nos puede llevar a todos hacia el progreso, la justicia y la libertad sigue residiendo en Catalunya. Por eso, si algún día, los catalanes deciden que Catalunya sea un Estado independiente, quien esto escribe sentirá un dolor insuperable que sólo se mitigará el día en que -liberados todos del yugo cazurro-franquista- decidan que volvamos a caminar juntos. Amo a Catalunya, sin más.

Amo a Catalunya