sábado. 20.04.2024

¿Van al cielo los políticos que dimiten?

Ya sé que es una ingenuidad preguntarlo, pero pongamos que estoy hablando de un cielo metafórico, de un cielo...

Ya sé que es una ingenuidad preguntarlo, pero pongamos que estoy hablando de un cielo metafórico, de un cielo no exactamente como el que se describe en el catecismo de Ripalda, aunque en algunos aspectos debe de parecérsele mucho.

Un primer indicio curioso es el de ese parlamentario inglés que ha dejado de forma sonada la política porque no le daba para llegar a fin de mes. Aquí no estamos en Inglaterra, es sabido; en Inglaterra no tienen tan perfeccionado como aquí el sistema de las puertas giratorias, ni ese curioso juego de espejos, al estilo de la escena final de La dama de Sanghai, que permite una ilusión de ubicuidad, de modo que el lugar donde aparece la imagen no es nunca el mismo lugar donde se encuentra realmente la persona reflejada. Pero aun y con todo, algunos elementos novedosos de nuestra política patria hacen pensar.

Tomemos el caso Gallardón. Dimite con pompa y circunstancia de la política y al día siguiente se le encuentra en un consejo político del que nadie tenía noticia clara y que le proporciona 80.000 euros anuales en contraprestación de una reunión semanal. Nada del otro mundo, por cierto. Nadie se creerá que ese hombre ha dejado la política por ochenta mil anuales. De haberse tratado de ochenta mil mensuales estaríamos más cerca del precio real de mercado de un animal político (lo digo en el sentido aristotélico de la expresión, zoon politikon, ya saben ustedes) de semejante calibre.

Tiene que haber algo más. Bastante más, incluso. Hubo un tiempo en que los políticos patrios se aferraban a sus cargos con tanta desesperación como si la poltrona fuera el tópico clavo ardiendo. Pero desde hace algún tiempo la cosa ya no ocurre, por lo menos en determinados ambientes y en relación con determinadas personas. José María Aznar lo dejó sin que nadie le obligara, y aquello pareció en su momento una suspensión de las leyes físicas que conciernen a la vida política. Lo dejó Esperanza Aguirre, que nunca ha ocultado sus ambiciones (legítimas, por supuesto), alegando motivos inconcretos de salud que el tran tran de la vida cotidiana posterior no ha justificado. El mismo Gallardón, a quien sería injusto calificar de ambicioso porque lo que siempre le ha caracterizado es un afán polimorfo de servicio convertido en adicción irresistible, ha transitado de la presidencia de la Comunidad a la alcaldía de Madrid y de ahí al ministerio de Justicia, antes de abandonarlo todo debido – según la explicación oficial – a la decepción que le ha producido un traspié legislativo menor.

¿Y qué se fizo el rey don Juan?, preguntaríamos en coplas al estilo de don Jorge Manrique. ¿Qué se fizo Rodrigo Rato? Después de circular con un movimiento uniformemente acelerado por diversos altos cargos públicos nacionales e internacionales de mucho tronío, y de ingresar en el negocio publiprivado con la dirección de una entidad bancaria que no nombro para no mentar la bicha en estas páginas virtuales cándidas como los lirios del campo, ¿dónde está ahora exactamente? ¿Qué hace, de dónde cobra? La perspectiva es inquietante. Tanto más cuanto que Ana Botella ya ha anunciado que no tiene intención de estrenarse en unas elecciones populares y que prefiere retirarse a la vida privada. ¿Con lo puesto? ¿Así no más, sin tan siquiera un beso de despedida a ese pueblo madrileño que tanto la adora?

Debe de haber en alguna parte, en un repliegue del continuo del espacio-tiempo, en la letra pequeña de una partida olvidada de unos presupuestos apócrifos, un cielo fabricado exprofeso para los políticos que dimiten. No un cielo como el del Ripalda, pero casi.

¿Van al cielo los políticos que dimiten?