El encanto de Peter Pan consistía en el hecho de que era un niño que no quería crecer, pero ese era también su problema. Como lo expresó Gilbert K. Chesterton en un ensayo que no tengo a mano y cito de memoria, uno no puede comerse el pastel y guardarlo al mismo tiempo; a Peter Pan lo desgarraba internamente la necesidad de elegir.
Está bien residir en la isla de Nunca Jamás, volar a voluntad, capitanear una banda de niños perdidos, luchar contra piratas y pieles rojas de forma tal que las heridas sufridas desaparezcan después de un sueño reparador. El problema es – puede ser, por lo menos – la añoranza del mundo real, la nostalgia del crecimiento que está reservado a los demás y prohibido en cambio al gran rebelde contra la realidad.
Un día Peter conoció a una niña, se llamaba Wendy o tal vez Tania, que le cosió a los pies la sombra que había perdido. Peter la llevó a su reino encantado y allí corrieron los dos mil aventuras en compañía de las hadas. Pero Wendy-Tania era una niña normal, y contra esa fatalidad es imposible luchar. Quería crecer, madurar, elegir, tener en su momento hijos y nietos. Regresó con su familia. La separación era inevitable.
Javier Aristu ha comentado en una entrada reciente de su blog En Campo Abierto, “Import-Export”, las diferencias sustanciales entre Syriza y el KKE, el Partido Comunista ortodoxo de Grecia. El KKE prometió a sus electores una oposición firme, nunca una opción de gobierno. Frente a la Europa de los mercaderes, la solución que ofreció fue el desenganche: abandonar el euro y volver al dracma, al espléndido aislamiento de toda la podredumbre que acompaña la vida de todos los días de los europeos. La noche de las elecciones su secretaria general mandó un mensaje a Alexis Tsipras. No de felicitación, sino de advertencia: “Ni se te ocurra pasarte por aquí a pedirnos el voto de nuestros diputados. Jamás te apoyaremos.” El síndrome de Peter Pan.
Ocurre sencillamente que la gente se ha ido con Syriza. La gente común y corriente, la buena gente. La gente que sí quiere crecer.