jueves. 25.04.2024

El lugar de trabajo se ha hecho abstracto

¿De qué hablamos cuando nos referimos, como una norma imprescindible para una praxis sindical correcta, al factor de la “proximidad”?

¿Puede la práctica sindical partir hoy del centro de trabajo? ¿De qué hablamos cuando nos referimos, como una norma imprescindible para una praxis sindical correcta, al factor de la “proximidad”?

Los datos son demoledores. Apenas una cuarta parte de la mano de obra asalariada cuenta con un empleo estable y un puesto de trabajo fijo (en las condiciones flexibles y volátiles que condicionan la fijeza según la normativa de las últimas reformas laborales). El resto entra dentro de los principios comunes de la temporalidad y la precariedad; con el agravante de que la duración media de los contratos temporales tiende a acortarse de forma consistente: son cada vez más personas, o por lo menos más contratos, las que ocupan sucesivamente un mismo puesto de trabajo a lo largo del año. Ese puesto de trabajo, además, se ha trasladado en algunos casos a la propia vivienda del trabajador, con el auge moderado del teletrabajo y del homeworking. Y también desde su vivienda propia, cuando la posee, vive el trabajador sin empleo las gestiones extenuantes por colocar currículos, concertar citas para entrevistas y castings, responder a ofertas genéricas, etc.

Se diluyen poco a poco los viejos perfiles del lugar de trabajo en el paradigma fordista de la empresa. No es que hayan desaparecido la máquina y el taller, el escritorio y la oficina, sino que se han despersonalizado; a una fuerza de trabajo crecientemente deshumanizada y abstracta, corresponde también una deshumanización del lugar de trabajo.

El lugar de trabajo era – también – una extensión de la personalidad del trabajador que lo ocupaba. La fotografía sobre la mesa, o pegada en la taquilla; el calendario con las fechas tachadas o señaladas con círculos a bolígrafo; el paquete de kleenex; la manzana y el botellín de agua para la pausa de media mañana; el san pancracio con un realito agujereado (ya no de curso legal) colocado en el dedo que señalaba al cielo, para traer suerte; el tabaco, hasta que ya no se lo autorizó; el paquetito de galletas de chocolate para prevenir un desfallecimiento a media tarde. Mil pequeños signos de apropiación de un espacio íntimo por el que, de forma más colectiva, se luchaba también sindicalmente: la calefacción, la ventilación, los ruidos, los humos, la luz suficiente.

En una ocasión, hablo de los años ochenta del siglo pasado, varios miembros de la dirección sindical de la CONC fuimos invitados por el comité de empresa de las minas de Fígols, a visitar las galerías. En los vestuarios nos revestimos de mono, botas de goma, guantes y casco. Bajamos en el ascensor, y los trabajadores del turno, sin dejar más de un momento sus ocupaciones, nos hicieron los honores de aquel espacio subterráneo en penumbra como si fueran las dependencias de su propia casa. Vimos todo lo que ellos consideraron interesante enseñarnos; era “su” mina. Imagino que en el sector concreto de la minería las cosas no han cambiado gran cosa desde entonces: un lugar de trabajo tan específico no se presta a la danza de quita y pon de eventuales, interinos y becarios. Pero en otros lugares de trabajo más convencionales, las señas de identidad de sus ocupantes tienden hoy a borrarse.

La desconexión forzosa entre el trabajador y el lugar habitual donde desempeña su oficio supone una dificultad extraordinaria para la “proximidad” que la acción sindical de base intenta alcanzar. Será preciso, en cualquier organigrama que se prevea en próximos congresos de las centrales grandes y de los sindicatos pequeños, estudiar las formas de superar esa dificultad.

El lugar de trabajo se ha hecho abstracto