jueves. 28.03.2024

La guerra de Utrecht

La democracia no consiste en plasmar la voluntad soberana de la mayoría de gobierno, y punto. 

En la ciudad holandesa de Utrecht, conocida en la historia de Europa por haberse firmado allí los tratados que pusieron fin a la guerra de Sucesión española en 1713-15, la Embajada española acaba de vetar un acto de promoción cultural que había de tener lugar en el Instituto Cervantes. Albert Sánchez Piñol, autor de la novela Victus, ambientada en el asedio de 1714 a la ciudad de Barcelona, iba a dialogar sobre el libro con su traductor al neerlandés. La Embajada actuó a indicación del ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo. Se alegó que el acto podía ser “sensible”, dada la cercanía del 11 de Septiembre y la virulencia del desafío independentista catalán. Como explicación complementaria se argumentó que en un acto anterior en Amsterdam, promovido por Diplocat, en el que Sánchez Piñol habló sobre todo de fortificaciones, se había desplegado una bandera estelada.

Una (no veinte, no cien) estelada en Amsterdam, ciudad no especialmente proclive a estallidos de pasiones pro-soberanistas catalanas; en una sala cerrada, que no en la calle; sin gritos, alharacas ni desórdenes públicos. En aquella ocasión una persona enviada por la Embajada quiso salir al quite con una intervención extensa para dejar claras las razones que abonan la unidad de España, y alguien del público se levantó a aclararle que habían ido allí a un acto cultural, no a escuchar mítines políticos en favor de una u otra de las partes.

La reacción de Exteriores fue inmediata. Consideró necesario preservar lo preservable, y vetó el acto de Utrecht. Para ser exactos, lo aplazó a fecha indeterminada. La responsable de la editora holandesa ha declarado encontrarse “en estado de shock”. El acto estaba programado desde hacía cuatro meses, la suspensión se hizo en el mismo día. “Estas cosas en mi país no ocurren, vino a decir la señora; aquí la libertad de expresión es algo importante.”

Ahí le duele. Exteriores tuvo cuatro meses para decidir si el Instituto Cervantes era o no el lugar adecuado para la celebración de un acto por lo demás muy normal e inofensivo. Si decidía que no lo era y lo avisaba con tiempo a las partes, se habría buscado otro lugar. Habría sido lo correcto, lo educado. Mire usted, no deseamos ver esteladas en el Instituto Cervantes de modo que búsquense la vida. A eso se reducía todo, sólo que hacía falta una cierta previsión. No la hubo. La consigna de nuestro gobierno parece ser que vale más salto de mata que ruego de hombres buenos. De acuerdo, pues. En ese caso, lo obligado era tener la sensibilidad de tragar quina y tomar nota para estar al loro la próxima vez. Tampoco. Se optó por la solución aberrante: prohibir preventivamente el acto en el mismo día de su celebración prevista. Algo que, discúlpenme si señalo con el dedo, nos retrotrae a otras épocas. Épocas no democráticas.

La democracia no consiste en plasmar la voluntad soberana de la mayoría de gobierno, y punto. Es un sistema que incluye equilibrios, protocolos y garantías que se extienden a todos, a los que comulgan con la mayoría y a los que no. Es un terreno de juego de límites bien marcados y con árbitros que garantizan el fair-play en la contienda política. Prohibir la expresión libre de las ideas, ya sea a través de palabras, de escritos, de imágenes o de símbolos, es un crimen – no menor – de lesa democracia. Hacerlo en un país extranjero con las repercusiones que ese hecho va a tener en propaganda negativa, es peor que un crimen: es una torpeza de grueso calibre.

La guerra de Utrecht