miércoles. 24.04.2024

Armonía

No todo va a ser política. Esta mañana hemos entrado en el Museu Marès para ver la exposición temporal sobre el escultor Aristide Maillol.

No todo va a ser política. Esta mañana Carmen y yo hemos entrado en el Museu Marès para ver la exposición temporal sobre el escultor Aristide Maillol y en particular sobre el viaje que hizo a Grecia en 1908 en busca de inspiración para su trabajo.

La exposición incluye una docena larga de esculturas de pequeño formato, la mayoría desnudos femeninos – torsos, danzantes, “bañistas” –, más fotografías del viaje, cuadernos de apuntes, esbozos de figuras al lápiz o al carboncillo, y un documental francés sobre la vida del artista, a los 83 años, en su casa de Banyuls, en el lado de allá de la frontera entre Francia y Catalunya, a dos pasos apenas del Pertús.

La muestra es reducida, pero muy interesante. Algunos fallos menores: Eleusis y Dafni están mal colocadas en el mapa; el kourós de Olimpia que tanto impresionó a Maillol y a Hoffmansthal, su compañero de viaje, ha sido traducido al catalán como “curós”, el cuidadoso. Y en el documental, el consabido tributo a la eminencia suprema del gran artista lleva a los autores a aislarlo de su entorno inmediato: Maillol trabaja en su taller, relee a Virgilio, descansa a mediodía en su terraza, pasea al atardecer, pero todo ello en un “espléndido aislamiento”. Nadie le prepara la cama, ni le sirve a la mesa, ni barre el estudio, ni se sienta a su lado a atisbar los perfiles del cap de Creus desde la altura. Maillol trabaja en la figura de una mujer, pero no aparecen mujeres al lado de Maillol.

En lo que se refiere a esas figuras modeladas de pechos suaves, nalgas rotundas, caderas anchas y vientres redondeados, Maillol declara haber seguido un canon rigurosamente particular. Se fotografió junto al Doríforo de Policleto y junto al Hermes de Praxíteles, pero rechazó la posibilidad de existencia de un canon universal para las proporciones. Cada cual sigue el suyo propio, vino a decir. «¿Podríamos hablar tal vez de un canon mediterráneo?», le preguntan sus interlocutores en el documental, y él se encoge de hombros: «Si me preocupara por esas cosas, no me habría dedicado a esculpir.»

A mí me gusta mucho ese canon mediterráneo inexistente, la proporción siempre improvisada pero constante de las figuras de Maillol. Aborrezco en cambio a Dominico el Greco: la tensión forzada, el estiramiento de los miembros, la lividez de la carne descarnada, la textura gelatinosa e intestinal de los cielos, el extravío de las miradas que intentan sugerir elevación pero revelan simple locura. Entiendo, por desgracia, pero no comparto en absoluto el predicamento que ha tenido en el arte español ese epígono menor del Tintoretto. Felipe II debe cargar en mi opinión con muchas culpas ante la Historia, pero no con la de haber rechazado el tremendo bodrio del martirio de San Mauricio y la Legión Tebana. Esa es mi opinión personal, en todo caso.

También prefiero a Mozart frente a Beethoven, la proporción frente a la desmesura, la sensibilidad humana frente al desafío prometeico. Es mi canon particular, y así lo reivindico; nadie intente imponerme otro bajo pretexto de universalidad.

En su taller, el Maillol filmado del documental trabaja, a menos de un año de su muerte, en un último chef d’oeuvre: una escultura de bulto redondo que representa a una muchacha desnuda en tamaño natural, la mirada limpia dirigida al frente, en una posición graciosa, una pierna flexionada, la pelvis ligeramente ladeada. «¿Cuál será su título?», le pregunta el documentalista. Y el maestro responde:

«Armonía.»

Armonía