jueves. 25.04.2024

Los años azules de Barcelona

Las siguientes consideraciones ociosas tienen su origen en la lectura de un libro reciente e importante (1) de Carlos Arenas Posadas, titular del área de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Sevilla hasta su jubilación en 2011. Sostiene Arenas la existencia de formas distintas de capitalismo, o por mejor decir de racionalidades capitalistas diferenciadas, e identifica una de ellas, activa en Andalucía desde la Baja Edad Media, bajo la etiqueta de “racionalidad capitalista del subdesarrollo”. Olvídense ustedes de Max Weber, de la ética calvinista y de la teoría de la predestinación de quienes acumulan riquezas en este mundo con el sudor de su frente. El espíritu del capitalismo es asimismo compatible con el catolicismo de misa y olla, la catequesis, la sopa boba de los conventos, el atraso cultural, las altas tasas de desocupación, los salarios de miseria, la desprotección institucionalizada a los más débiles. Elites sociales muy bien relacionadas con los poderes así estatales como locales, extraen de situaciones semejantes unas rentas pingües y, en consecuencia, se afanan en perpetuarlas por todos los medios posibles. No es un delirio de la razón, la documentación extensa y pormenorizada que despliega Arenas lo demuestra de forma irrebatible.

Todo lo cual me ha traído a la imaginación el momento histórico en el que Cataluña, donde la estructura de propiedad ha estado mucho más repartida, las infraestructuras industriales tienen un anclaje sólido, y las instituciones políticas y sociales son en general mucho más porosas e “inclusivas” que las andaluzas, pudo sufrir sin embargo un intento deliberado de desarraigo de tales tradiciones con el fin de implantar un modelo de subdesarrollo racional que se preveía unificado para todo el país.

Tal cosa pudo ocurrir en los primeros años del régimen franquista, después de la derrota militar de la República y de la ruina generalizada de los elementos materiales de la infraestructura industrial catalana, sumada a la represión de la urdimbre social que la había mantenido en pie. No se dio tregua en los primeros años a detenciones y fusilamientos, incluido el de Lluís Companys. Los antiguos partidos, sindicatos y asociaciones de todo tipo fueron desmantelados; la lengua, y con ella cualquier otro signo externo de diferenciación, reprimida. Incluso las elites sociales, la aristocracia proclive al regionalismo jocfloralesc y la burguesía industrial y comercial afín al republicanismo, fueron marginadas inicialmente del nuevo terreno de juego, marcadas por la sospecha de desafección. Sobre aquel solar arrasado se quiso implantar un nuevo modelo de trabajo y de vida, bajo la égida de Falange, con nuevos sistemas de ascenso social, nuevos sindicatos y organismos de previsión, y una escuela nueva guiada por una iglesia que, ella sí, seguía siendo la misma de siempre. El gobernador civil y el capitán general de la región tenían calidad de virreyes, y ellos garantizaban la “unidad”, la así llamada “justicia social” y el “orden”.

Me detendré tan solo en la figura de uno de los gobernadores civiles de Barcelona, Eduardo Baeza Alegría (Zaragoza 1901-1981), que desempeñó el cargo entre 1947 y 1951. Extraigo los siguientes pormenores de un trabajo del historiador Javier Tébar Hurtado, recogido en otro libro reciente (2).

«… Llegó [Baeza] a Barcelona el 10 de mayo [de 1947] tras oír misa en Montserrat. Al mediodía fue recibido por una amplia representación de las autoridades municipales, provinciales, judiciales, cargos gubernamentales y políticos, y recibió el mando en el salón de Carlos III del Palacio de la Aduana (sede del gobierno civil) de manos del presidente de la Audiencia Territorial D. Federico Parera Abelló.» En su discurso de toma de posesión hizo mención al “amor de Dios, por quien supieron morir innumerables gentes en Barcelona, bajo la égida de la barbarie marxista”.

La misión de un gobernador civil no se limitaba a la represión de la resistencia y la subversión, todavía activas. Era sobre todo el encargado de aunar voluntades y sumar inteligencias entre el poder central y los poderes locales, entre la “corte” y el “cortijo” según gráfica expresión de Carlos Arenas. En el esquema de una racionalidad del subdesarrollo tiene una importancia extraordinaria la colusión de intereses, las “relaciones” que sitúan a unos agentes económicos en posición de privilegio como extractores de rentas, frente a otros que ven bloqueados sistemáticamente sus intentos de acceso a créditos y oportunidades de negocio.

La industria catalana estaba en ruinas, y era necesario impulsar una reconstrucción. Selectiva, desde luego. Era la época de las restricciones eléctricas con apagones continuados, de las cartillas de racionamiento, del problema de los abastos, del mercado negro para quien podía pagarlo. Franco hizo una visita larga a la ciudad, en aquel mismo mes de mayo. Fue recibido con una gran frialdad popular; en la sesión de gala del Liceo a la que asistió el Caudillo, hubo muchos huecos visibles. Franco se puso de muy mal humor, «dijo a los catalanes que deberían resolver la crisis por sí solos, y que tendrían que producir tres veces más. No recibirían ayuda del exterior y el Estado tampoco podría prestarles» (citado en J. Tébar, p. 108).

Baeza se instaló inicialmente con su esposa en el Hotel Ritz, mientras se efectuaban trabajos de reforma en el Palacio de la Aduana, que ocupó ya en otoño. Llevó allí un tren de vida ostentoso: meriendas, cócteles y sesiones de cine “casi a diario”, según un malévolo informe confidencial (ibíd., p. 107), con asistencia de “grandes caciques de la vida de sociedad de Barcelona”, entre los que se cita a la marquesa de Sentmenat y a la condesa de Lacambra. Puede que el lujo no fuese oriental en esas reuniones, pero no dejaba de ser una provocación dadas las condiciones de vida de la ciudadanía.

El gobernador civil preparó a conciencia las elecciones municipales de noviembre de 1948, clave de bóveda de la puesta en marcha del nuevo régimen. «Estas elecciones se harán en mi despacho, porque yo no creo en la democracia», declaró (ibíd., p. 105).

La aventura catalana de Baeza concluyó pronto, sin embargo; después de la huelga de tranvías de 1951. Para entonces su prestigio personal se había visto arruinado por su relación, cierta o inventada, con la vedette Carmen de Lirio. Baeza trató el boicot al transporte como un simple problema de orden público, desafió a la ciudadanía, circuló él mismo en tranvía por la ciudad y chocó con el obispo Modrego, a quien reprochó su “comprensión” hacia los sediciosos. Le llamó «cabrito con mitra» (ibíd., p. 113). Cuando el boicot se agravó con una huelga general obrera, hubo de pedir nuevos contingentes policiales, acuarteló al ejército durante tres días e hizo atracar varios buques de guerra en el puerto de Barcelona. La solución del problema no llegó, finalmente, desde el gobierno civil ni desde los cuerpos de seguridad, sino a través de la mediación efectuada por una plataforma que agrupaba a los presidentes de entidades catalanas representativas de las “fuerzas vivas” de la burguesía. Baeza fue sustituido en el cargo por Felipe Acedo Colunga, que inició una etapa nueva en las relaciones con los poderes locales, menos ambiciosa y gesticulante, menos propia también de un virrey investido de todos los poderes.

Los años azules de Barcelona