sábado. 20.04.2024

Alternativas al pleno empleo

No es viable perseguir el pleno empleo a toda costa; lo han demostrado las políticas económicas seguidas por los gobiernos socialdemócratas a partir de los años noventa...

Ellos “adelgazaron” el estado de bienestar, tronaron contra los gorrones y los perezosos que medraban con los subsidios al desempleo, corrigieron las “rigideces” del mercado laboral con medidas legislativas que minaban la estabilidad de las plantillas de las empresas, y dedicaron miles de millones de euros a incentivar la creación de puestos de trabajo

No es viable perseguir el pleno empleo a toda costa; lo han demostrado las políticas económicas seguidas por los gobiernos socialdemócratas a partir de los años noventa. Ellos “adelgazaron” el estado de bienestar, tronaron contra los gorrones y los perezosos que medraban con los subsidios al desempleo, corrigieron las “rigideces” del mercado laboral con medidas legislativas que minaban la estabilidad de las plantillas de las empresas, y dedicaron miles de millones de euros – mediante inyecciones directas de capital para sociedades en dificultades, y exenciones y rebajas de impuestos para todas ellas –, a incentivar la creación de puestos de trabajo desde la lógica de amortiguar la acción sindical y potenciar la posición dominante del empresario, al que se consideraba el único, el verdadero creador de riqueza.
Los economistas y financieros adeptos al neoliberalismo y a las terceras vías anunciaron entonces un nuevo milenio de prosperidad y bonanza económica. Ha sido verdad pero solo para ellos mismos, que blindaron previsoramente sus contratos y sus jubilaciones sustanciosas. Los capitales públicos inyectados han huido de la economía productiva y han potenciado la especulación financiera. En lugar del pleno empleo, ha habido un crecimiento desmesurado del paro estructural y del trabajo incierto. Se han creado empleos, pero empleos basura. Los nuevos contratos precarios han sustituido a los contratos fijos que les precedieron, y donde había un puesto de trabajo ahora puede haber media docena de minitrabajos que, entre todos, no alcanzan a completar ni la tarea real que desarrollaba su antecesor, ni el salario que se le asignaba. Por el camino se han perdido otros derechos y beneficios anejos al puesto de trabajo: vacaciones pagadas, seguros, primas, atención sanitaria.

El espejismo del pleno empleo ha hecho desaparecer de las agendas de políticos y sindicalistas la cuestión trascendental de la calidad del empleo.

No se trata de un hecho nuevo, sino de una de las herencias más gravosas del fordismo. Durante toda una larga etapa de la historia del capitalismo, el movimiento obrero sacrificó de forma consciente el bienestar dentro de la fábrica a cambio de unos beneficios fuera de ella, consolándose de su sacrificio con la esperanza de una redención futura. Lo avalan textos de Lenin, de Gramsci. Bruno Trentin analizó esta cuestión con agudeza, y José Luis López Bulla se ha ocupado de traducir y difundir entre nosotros sus textos con un tesón admirable.

Hoy la situación ha empeorado dentro y fuera de las fábricas. Dentro hay más presión, más estrés y más inseguridad; fuera, van cayendo los derechos y beneficios que compensaban la esclavitud de la persona a la máquina.

Si se acomete la tarea de consensuar ese Estatuto de los Trabajadores que propone ahora el PSOE y reclama toda la izquierda, en paralelo y en conexión con una nueva Constitución, habrá que colocar en primer plano dos temas cruciales: uno, la calidad del trabajo y de la democracia en el interior del centro de trabajo; y dos, la protección y las garantías para todo el trabajo asalariado, el fijo y el precario, a tiempo completo o parcial, flexible o no flexible, heterodirigido o autónomo dependiente.

Y en consecuencia, será determinante la cuestión de la representación de las partes. Hay una ficción jurídica que no puede mantenerse en la nueva etapa que se quiere emprender: la “mayor representatividad” de unas centrales sindicales extendida a todo el universo laboral. Los colectivos de trabajadores que se incluyen en lo que Guy Standing ha denominado el «precariado», sean o no una nueva clase social en formación y yo creo que no lo son, deben tener para la ocasión los representantes que ellos mismos determinen, a partir de su autonomía y su autoorganización.

Hay otra cuestión aún. Si la Constitución es por su misma naturaleza una ley para la nación, será en cambio conveniente que un Estatuto del trabajo busque, por lo menos en algunos capítulos, un ámbito de vigencia superior. Hay dos realidades a considerar en primera instancia: de un lado los países latinoamericanos, y de otro la Unión Europea o cuando menos una amplia región (¿el Sur?) en el interior de la misma. Hace falta como el agua potenciar sinergias en la lucha por el reconocimiento de los derechos derivados del trabajo, más allá de unas fronteras concretas. Si más no, por el hecho de que la emigración de los jóvenes en busca de mejores perspectivas se ha convertido en un fenómeno multidireccional y multitudinario. Y esos migrantes pasan en su país de acogida a una condición de residentes, de ciudadanos de segunda. La internacionalización de los derechos derivados del trabajo es una asignatura pendiente. Y urgente.

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