jueves. 28.03.2024

La no dimisión de Trillo y otras novelas ejemplares

Amenicé mis últimas horas en Atenas con la bonita historia de la dimisión de Federico Trillo como embajador en Londres. Se trata de una historia complicada. Algunos la presentan como un “finiquito en diferido” de su cargo de ministro de Defensa, sustanciado por Cospedal por hechos ocurridos trece años antes. Se declara a Cospedal “vencedora” a los puntos en no sé qué combate con Santamaría. El galimatías no tiene ni pies ni cabeza. Méndez de Vigo aclara que Trillo se va porque quiere, puesto que nadie le ha echado. Lo dice horas después de haber filtrado la noticia de que Trillo no seguiría en su cargo después de un relevo en varias embajadas previsto para febrero. El propio Trillo había anunciado su reingreso en el Consejo de Estado, en el que tiene un asiento por oposición. Como en otras ocasiones, el partido del Gobierno, descolocado por la rapidez de los acontecimientos a pesar de que estos se suceden a paso de tortuga, viene a salir al paso de los rumores con una batería de explicaciones inconexas, que se contradicen unas a otras. ¡Este es nuestro gobierno, reconocible entre mil!

Es más importante en este caso el personaje que su historia. En efecto, si Federico Trillo ocupa un cargo cualquiera en la maquinaria de la administración del Estado, lo que cuenta no es la función en sí, sino el hecho de que lo ocupa nada menos que Federico Trillo. Todo lo que ocurra después dependerá de esa premisa principal. Porque Trillo tiene serios problemas en relación con la realidad. Su ego es demasiado grande, por lo cual se empeña continuamente en achicar cuanto le rodea, en busca de un urgente “espacio vital”. Dado que la realidad no es propicia a componendas en relación con su propio protagonismo, el choque entre ella y Trillo ha generado numerosas chispas. En su desempeño del ministerio de Defensa, nuestro hombre tuvo dos serios desencuentros con la realidad, uno por exceso y otro por defecto. Por exceso, organizó una expedición anfibio-aero-terrestre para reconquistar un islote desierto en el que una patrulla marroquí había plantado una bandera. Le movía al parecer la épica, la grandeza inmarcesible de España; pero el ejercicio de matar moscas a cañonazos parece en comparación pura rutina casera.

Por defecto, decidió que no tenían mayor importancia los cadáveres desperdigados en una ladera de sesenta y dos militares españoles, muertos en un accidente de aviación perfectamente previsible, previsto y anunciado incluso por los interfectos, dado que se alquilaba para el transporte de tropas un aparato de desecho en un estado de mantenimiento cochambroso. Una vez ocurrida la catástrofe, la única preocupación de Trillo fue acelerar los trámites de identificación y devolver a las familias ataúdes sellados y cubiertos por la bandera de la patria, sin ninguna comprobación de lo que iba dentro. Su cálculo era pasar página rápidamente sobre aquel resbalón, y seguir escribiendo como si nada la crónica esplendorosa de los éxitos del gobierno del PP. En esos avatares fue un buen discípulo y seguidor de aquel otro político (se me ha olvidado su nombre) que declaró que las pérdidas insignificantes de un petrolero naufragado eran como inocuos hilillos de plastilina sin mayor trascendencia. Hay en los dos personajes una voluntad prometeica de someter la realidad a la voluntad del mando, como si la realidad fuera un quinto recién llegado al cuartel con el último alistamiento.

Trillo no dimitió entonces como ministro de Defensa. Defendió su gestión con la chulería y la prepotencia de un cabo furriel, insultando y humillando de paso a los familiares de las víctimas inoportunas. Fue protegido en esa actitud por su superior jerárquico, José María Aznar. Siguió su brillante carrera política con la ocupación de otros cargos, entre ellos la presidencia del Congreso de los Diputados, en los que siempre dejó su impronta característica, la importancia inconcebible de llamarse Federico Trillo. Ahora se va de la embajada de Londres, porque ha elegido borrarse a sí mismo y evitar así que sea otro, un cualquiera, quien lo borre. Se le puede llamar dimisión, si se quiere; yo prefiero llamarlo contumacia.

La no dimisión de Trillo y otras novelas ejemplares