jueves. 28.03.2024

Chalecos salvavidas junto al Puente de Brooklyn

chalecos-salvavidas-BrooklyLas campanas doblan hoy por los refugiados, y nosotros no somos refugiados. Da lo mismo. Las campanas son perseverantes. En un mundo marcado por el egoísmo, la avaricia y la desigualdad, llegará el día en el que doblarán precisamente por nosotros.

La manifestación de chalecos salvavidas junto al puente de Brooklyn compone una imagen impresionante. Muchos de ellos venían de Grecia y habían atravesado los estrechos, procedentes de Siria vía Turquía. Son el icono visual de un drama que se agrava de día en día, entre otras razones porque una ola de insolidaridad de características globales está rompiendo los diques que algunos se esfuerzan en construir para atajarlo.

Existen en el mundo 65,3 millones de personas desplazadas. Serían muchas más, de no desaparecer tantas por ahogamiento, enfermedades, agotamiento, asesinato, etc., en el proceso de desplazamiento.

De las definitivamente censadas como desplazadas, 40,8 millones son consideradas migrantes, y 21,3, refugiadas estrictas. Ignoro las categorías utilizadas para ubicar el resto, pero sé que las diferencias en muchos casos son meramente administrativas y funcionariales; el hambre y la falta de expectativas de subsistencia pueden llegar a presionar tanto como la persecución política, religiosa o sexual.

Dejemos las particularidades clasificatorias, y vayamos a los números. Un 86% de ese gran colectivo de personas desheredadas de la tierra se asienta hoy, en condiciones deleznables, en países en vías de desarrollo o de niveles bajos de renta; el mundo próspero y desarrollado recibe, mediante un proceso de selección meticuloso y prolijo, tan solo a un 1% de esa marea humana al año. Es una gota de agua en un océano que sigue creciendo de día en día de forma imparable.

La llamada Declaración de Nueva York, adoptada en el inicio de una cumbre de la ONU, apuntaba a soluciones viables y escalonadas para el problema. Quería aportar «un progreso en nuestro esfuerzo colectivo para afrontar el reto de la movilidad humana», en palabras del secretario general Ban Ki Moon. (No se puede dejar pasar por alto el conmovedor eufemismo “movilidad humana” utilizado para describir la realidad concreta de lo que sucede.) Ban propuso elevar el porcentaje de acogida a un 10% anual. Un número considerable de naciones firmantes se negaron a concretar una cifra; ni el 10, ni otra más modesta. La Declaración de Nueva York será, en consecuencia, poco más que papel mojado. Los chalecos manifestantes junto al puente de Brooklyn serán más el año que viene. Donald Trump y sus compinches seguirán proponiendo para preservar su mundo nuevos telones separadores, de acero, de cemento armado o de concertinas.

En el campo de refugiados de Moria, en Lesbos, Grecia, miles de concentrados han huido de unas condiciones de hacinamiento y de carencia de los mínimos vitales dignos de ese nombre, después de producirse un incendio en un grupo de tiendas de campaña, provocado seguramente por los mismos residentes. Es otra llamada de alerta, una más, a los riesgos globales de una situación insostenible.

Riesgos globales, para todos; situación insostenible para todos, también. No solo son los refugiados y los migrantes quienes padecen unas carencias terribles, porque el peso concreto que ellos tienen desestabiliza sin remedio a todo el resto. Si aceptamos un mundo sin derechos humanos para un colectivo determinado de personas, los derechos humanos pierden su carácter normativo y se convierten en una concesión aleatoria distribuida a partir de no se sabe qué poderes en la sombra. Es algo tan grave que nos concierne a todos. Nadie puede mirar a otra parte. Las campanas doblan hoy por los refugiados sirios; mañana doblarán por nosotros, por toda la humanidad.

Chalecos salvavidas junto al Puente de Brooklyn