jueves. 28.03.2024

Balada triste de un socialista con esperanza

Noviembre 2012. Dicen que el otoño es un tiempo propicio para la tristeza, para la melancolía. Añoras el cálido y luminoso verano que se fue y temes la proximidad de un invierno frío que amenaza. No creo en el determinismo marcado por la conjunción de los astros, ni por las estaciones acotadas en los calendarios.

Noviembre 2012. Dicen que el otoño es un tiempo propicio para la tristeza, para la melancolía. Añoras el cálido y luminoso verano que se fue y temes la proximidad de un invierno frío que amenaza. No creo en el determinismo marcado por la conjunción de los astros, ni por las estaciones acotadas en los calendarios. Pero en estos días de un principio de noviembre estoy más triste que de costumbre. Una tristeza arrastrada desde ya largos meses, incluso años, ante la apatía, el silencio, el declinar de una izquierda en retirada. Un dolorido sentir por la progresiva derrota de la socialdemocracia en Europa, en constante rendición ante la feroz y permanente ofensiva neoliberal, capitaneada por lo que ha venido en llamarse “los mercados”, dejando perder, en cada acometida, un trozo del estado de bienestar, pieza medular de una democracia real. Abandono progresivo de una cultura socialdemócrata que creíamos consolidada a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo y constituyó la seña más digna de una Europa en la que convivíamos en paz, libertad y solidaridad, aunque aún brotasen sangrientos enfrentamientos y perviviesen dolores e injusticias. La socialdemocracia como el mejor patrimonio de Europa, lo mejor que este viejo continente podía exportar o, simplemente, ofrecer como modelo de convivencia y forma de gobierno, anhelados por muchos países de nuestro planeta.

Un declive que se aceleró con el ataque descarado en los años ochenta, bajo la dirección de la Sra. Thatcher y el Sr. Reagan, apoyados por la gran banca especulativa, con los grandes “sabios” a su servicio y camuflado con algunas bromas teóricas, como la “tercera vía” del compañero Blair.

Pasada la primera década del nuevo siglo, lo que había sido una retirada lenta, aunque persistente, se manifiesta ya como un derrumbe dramático. El acoso neoliberal se ha transformado en un brutal aplastamiento de todo lo público, desde la enseñanza a las pensiones, pasando por la sanidad y la justicia, acompañado de una dramática destrucción de todo empleo digno para multitud de personas desprotegidas y acalladas. Y todo por la “obsesión autodestructiva del ajuste a costa de todo lo demás” (Felipe González). La necesaria y moralmente exigible austeridad se ha prostituido al transmutarse en recortes del gasto público como único camino para salir de una crisis económica creada por una crisis financiera y favorecida por una orfandad ideológica. “La apelación a la austeridad resulta insuficiente si no se complementa con la llamada a la solidaridad, de forma que los sacrificios de la crisis se repartan equitativamente y la superación se encomiende al esfuerzo compartido” (Luis Fernández Galiano hablando de arquitectura). Un mantra perverso: la palabra INEVITABLE se ha convertido en el rezo cotidiano de los poderes políticos, las instituciones financieras y muchos “sabios” economistas. Me cueste lo que me cueste, me guste o no me guste, solo puedo hacer lo que me obliguen hacer, es la repetida justificación de muchos de los grandes líderes políticos, entre la impotencia y el cinismo. No hay alternativa, solo tristeza. Cabe aquí reproducir unas palabras de Maruja Torres: “Produce náuseas el refinamiento y la indecencia con que se está procediendo al desmantelamiento de la esperanza, y a la prolongación de la pobreza, más allá de esta generación y de la siguiente”.

Pero la causa de la tragedia actual y la tristeza que produce, asumida poco a poco como inevitable, ¿es solo el triunfo del pensamiento neoliberal o hay que asumir una parte importante de responsabilidad en el propio desarme ideológico de una izquierda resignada y desmembrada? Con dolor y rabia hay que reconocer que una parte de la responsabilidad recae en unas izquierdas adormecidas, sean cuales quiera que sean las siglas que las encabecen, desde las más liberales hasta las más radicales. Habrá pues que reflexionar, sin escondites o justificaciones edulcoradas, cuál ha sido el devenir ideológico de esta izquierda en los últimos decenios, descubriendo los hitos en los que la quiebra empezó a manifestarse y, sobre todo, aquellos más amargos en que se hizo evidente en palabra y acto. Reflexión sincera y certera, lejana a cualquier reclamación de una retórica “autocrítica”, más propia de cónclaves confesionales que de organizaciones políticas. Por no hablar de los repetidos fracasos de los autollamados “renovadores”.

El discurso neoconservador y economicista ya empezó a contaminar el pensamiento socialista en las dos últimas décadas del siglo XX, al menos en su discurso y su práctica económica, si bien aún se mantuvo y defendió, en lo que se pudo, la herencia socialdemócrata con el estado de bienestar como insignia. La “¡profunda! filosofía confuciana sobre la destreza de los gatos para cazar ratones, cualquiera que fuese su color”, reproduciendo aquí las irónicas palabras de Antonio Gutiérrez. El símil pastelero defendiendo la necesidad de cocinar una gran tarta antes de poder repartirla, sin seleccionar con qué socios se amasaba y horneaba. El elogio frívolo de un país, España, en el qué más rápidamente se podía hacer rica una persona, sin distinguir si se refería a Mario Conde o al obrero de Seat. Etc. Son pequeñas expresiones o, si queremos ser benévolos, pequeñas anécdotas, que iban señalando la deriva del pensamiento de un socialismo oficial, que acabó optando, en primer lugar, por la eficacia económica sobre la equidad social. El pensamiento único neoliberal fue contaminando la propia conciencia de la izquierda socialdemócrata, para acabar por robarle sus señas de identidad y hasta sus propias palabras. Si nos roban la palabra, nos dejan mudos. Hoy el discurso político de nuestros líderes en Europa (y más allá) está construido con palabras sustraídas de un diccionario elaborado por los grandes poderes conservadores.
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Enero 2013. Hasta aquí lo escrito en el otoño pasado y abandonado en una carpeta, por otras demandas más urgentes. Hoy me siento obligado a rematar aquellas líneas anteponiendo el optimismo de la voluntad frente al pesimismo de la razón.

La tristeza es algo propio de los hombres ante la desgracia sobrevenida o la amenaza de lo inseguro, pero solo tolerable en circunstancias muy específicas y durante cortos periodos de tiempo. Si se repite con frecuencia o si se prolonga en demasía, se convierte en una enfermedad que conduce a la melancolía, al abatimiento y la resignación. Como dice El Roto en su viñeta del 26 de diciembre de 2012, “con el paso del tiempo, la gente se acostumbró a vivir en el túnel y dejó de intentar encontrar una salida”. La cabeza (razón o sinrazón) empieza a asumir como inevitables el desamparo y el dolor de cada vez más amplios sectores de nuestra sociedad y las palabras callan, incapaces de llamar a una necesaria rebeldía, denunciar la injusticia, exigiendo nuevos modos de convivencia, bajo unos gobiernos democráticamente constituidos que primen la solidaridad basada en la eficiencia a medio y largo plazo y no la eficacia coyuntural.

Nuevos modos de convivencia y nuevos instrumentos de gobierno, superando o reinventando los viejos partidos anquilosados y propiciando nuevas formas democráticas representativas y participativas a la vez. Quizá los movimientos ciudadanos de protesta que están surgiendo dispersos por el mundo sean el germen de nuevas organizaciones políticas capaces de transformar las justificadas protestas en articuladas propuestas de cambio en la articulación política de nuestra sociedad y nuevas formas de gobierno. Como lo son todavía, y deberían ser con mayor fuerza en el futuro, los sindicatos, siempre que se descarguen de burocracias enquistadas, superen las reivindicaciones puramente salariales o, peor aún, corporativas y construyan una red plurinacional, aunada por un mismo objetivo, recuperando el internacionalismo que les ayudó a nacer y a fortalecerse.

¿Se puede vislumbrar próximo y factible un rearme ideológico y una nueva articulación de la izquierda europea? ¿Una nueva forma de gobernar desde la representatividad y la participación ciudadana en sus diversas expresiones? Hoy no parece fácil ni probable. Y, sin embargo, es necesario y urgente si queremos vivir en un mundo más justo, menos dolorido. Una conquista que, superando la tristeza y el desanimo coyunturales, se apoye y defienda todo signo de esperanza que aparezca en el horizonte, por heterodoxo que pueda parecernos a generaciones de mi edad o algo más jóvenes, ancladas sentimental e intelectualmente a proyectos en cierto modo desfasados aunque heroicos en su momento y cuya herencia depurada puede ofrecer un sustento a las nuevas utopías. Cuando digo “todo signo de esperanza que aparezca en el horizonte” no me estoy refiriendo a los visionarios “brotes verdes”, agostados al día siguiente de nacer, cuyo anuncio repiten nuestros líderes políticos, como tapadera de su ignorancia y burla cínica de los ciudadanos.

Hay esperanza si somos capaces de superar nuestra tristeza y apatía, con una rebeldía que empuje nuestra inteligencia en la construcción de nuevas utopías razonables y alcanzables que movilicen a los ciudadanos, transformando la protesta en programas de convivencia y gobierno. Viejas palabras seguirán siendo el alma de este renacer del socialismo: libertad, igualdad y fraternidad.

Feliz año.

Balada triste de un socialista con esperanza
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