viernes. 29.03.2024

Ella, que era tan fuerte

Este invierno fue largo y oscuro. Llovió de forma constante, durante meses, como si no fuese a cesar nunca...

Este invierno fue largo y oscuro. Llovió de forma constante, durante meses, como si no fuese a cesar nunca. Fueron días interminables con la lluvia batiendo en las ventanas, el viento soplando por las hendiduras, la niebla borrando la línea del horizonte en este viejo mar de Orzán. Fue una dificil travesía, sobre todo para las personas mayores. El mes de abril llegó de repente, con algo de luz y sol. La primavera hizo brotar las primeras flores en los árboles frutales. Es la vida que resurge, el eterno círculo de la naturaleza que se renueva con fuerza.

Estos últimos días estuve en la casa paterna, en tierras de Barcala. Ellos construyeron esa vivienda hace más de cincuenta años, con mucho esfuerzo. A la sazón estaba sola en medio del campo. Ahora hay algunas más. Antes estaba rodeada de tierra labrada y humedales cultivados hasta la misma orilla del río. Ahora hay muchas fincas abandonadas, hay un parque industrial cubierto por la maleza y las carreteras próximas hacen llegar el incesante ruidos de los motores.

A pesar del abandono de las tierras y de la invasión del asfalto aun quedan sitios en los que la naturaleza muestra su tremenda fuerza. Hay zonas de arbolado donde los pájaros celebran con estrépito el inicio de un nuevo día. El domingo por la mañana quise ir hasta al río, recuperar lugares que forman parte de la infancia: la balsa donde aprendimos a nadar, el puente donde nos sentamos algún anochecer imaginando nuestra vida futura. Las orillas del río están inundadas por el matorral que lo hacen inaccesible. Llegué, con dificultad, a los antiguos pasos del río, que nos servían para cruzar cuando íbamos a Triáns. Están las piedras descolocadas, después de las últimas riadas, y cubiertas por espeso moho verde. Ya no es posible atravesar el río en este punto.

Todo cambió desde aquellos años lentos de la infancia. También nosotros cambiamos y poco tenemos que ver con aquellos muchachos llenos de ilusión y con la vida cargada de futuro. También ellos, los padres, cambiaron, y perdieron la vitalidad de otro tiempo. En la vejez el cuerpo mengua, pierde fuerza y presenta averías constantes que hay que reparar. El tiempo, de nuevo, se vuelve lento, en este tramo final de la vida. Ella, que era fuerte, alegre y trabajadora, ahora no es capaz de aprender el nombre de sus bisnietos. Juega con ellos, es feliz cuando vienen a casa pero, cuando se van, ya no recuerda nada de su presencia. Ella, que fue el centro de este universo familiar, ahora precisa ayuda para las cosas de la vida diaria. Ella, que tanto cariño nos regaló, ahora, indefensa y minúscula, reclama nuestro afecto para afrontar los retos de cada día.

Lobo Antunes, en su último libro (Sobre los rios que se van, escrito después de un ingreso hospitalario por una dolencia grave) dice que su recuerdo más antiguo es el de quedar dormido en el regazo de la madre, no de golpe sino sumergiéndose, dejándose ir. Yo también recuerdo dormir en sus brazos, en esta misma casa, al lado de la cocina de hierro: ese tibio bienestar, esa certeza absoluta de que nada malo podría pasar mientras sintiera tan cerca su aliento protector. Yo también podría escribir, como el escritor portugués: "si la madre pegase su mejilla a la mía, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra enfermedad, no la palabra muerte, mientras voy caminando con los ríos sin nada que estorbe, acompañado por un saxofón remoto, en dirección al mar".

Ella, que era tan fuerte