Hace ya unos días que murió Rafael Chirbes. Ha sido una muerte inesperada y prematura. Estaba en plena madurez y publicando los mejores libros de su trayectoria. Siento su pérdida como si se tratase de un familiar o de un amigo. Le sigo como lector desde hace muchos años y nunca me defraudó. Otros autores dejaron de interesarme y los fuí abandonando poco a poco. Con Chirbes sucedió al contrario: cada nuevo libro que publicaba me resultaba más impactante y conmovedor. No es un escritor complaciente: exige esfuerzo y atención, que se ven recompensados con creces.
La literatura española pierde a uno de sus valores más interesantes, la voz más crítica y lúcida para narrar la vida de este país de los últimos años. Nunca estuvo de moda y alcanzó la mayor notoriedad en estos últimos años, despues de que una de sus obras (Crematorio) fuese llevada a la pantalla. Sus libros, todos ellos, son de una dolorosa lucidez. Su mirada sobre nuestro pasado reciente no es nada complaciente. No comparto su pesimismo radical, pero celebro y agradezco su honradez extrema y su firme compromiso con la verdad.
Cuando publicó Los viejos amigos, en 2003, afirmaba en una entrevista: “No hay dos Españas, sólo hay una, la otra no existe. El que ocupó las tierras se quedó con las tierras ocupadas y el que ocupó la cátedra con la camisa azul se quedó con ella”. En esa excelente novela utiliza una sucesión de monólogos. Un grupo de amigos se reúne; repasan sus vidas, sus traiciones y sus frustraciones y descubren que, todos ellos, son expertos en infidelidades varias y, en algunos casos, cómplices de aquello que quisieron combatir. Amigos de la juventud en los años de la Transición, llegan a la madurez instalados en la resignación y en la renuncia a sus sueños. El autor se muestra implacable en su relato: son gente que vive sola y va a morir sola.
En sus últimos libros publicados -Crematorio (2007), En la orilla (2013)-, describe, con toda crudeza, la corrupción que creció como un cáncer en toda España y, de forma notoria, en el Levante español, donde se centra la trama de estas dos novelas. Relata como el sueño de la Transición de construir una sociedad más culta, igualitaria y justa, se convierte en una pesadilla de cloacas, aguas estancadas y vidas putrefactas. Hay expertos en corruptelas que se convierten en los dueños del corral, pero tambien hay cómplices satisfechos, asesores y políticos sin escrúpulos, abogados a sueldo y familias –con hijos rebeldes-, que viven lujosamente de la corrupción y comen a diario sin importarles “lo sucia que queda la cocina”. Los personajes de Chirbes también hablan sobre el deterioro de las ilusiones, sobre el desgaste de los cuerpos y la decrepitud que provocan la vejez y la enfermedad: “como los cuerpos, las ilusiones mueren y apestan”.
La muerte también está muy presente en sus obras. En La buena letra (1992), libro desolador y bellísimo, la protagonista repasa su vida, las breves alegrías y las miserias de la convivencia familiar: “Todo parecía que iba a durar siempre, y todo se ha ido deprisa, sin dejar nada”. También habla de sus muertos: “Fueron mi vida. Gente a la que quise. Cada una de sus ausencias me ha llenado de sufrimiento y me ha quitado ganas de vivir”. En una entrevista Chirbes dijo que la vida es muy corta: “piensas que estás madurando y lo que pasa es que te estás muriendo”. En su última novela publicada –En la orilla- afirma, con ironía, que la vida humana es el mayor derroche económico de la naturaleza: “cuando parece que podrías empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres, y los que vienen detrás vuelven a empezar de cero”. Chirbes era, desde hace años, un maestro. Y se fue antes de tiempo.