jueves. 25.04.2024

¿Una lengua amenazada?

El autor cuestiona las afirmaciones de Mario Vargas Llosa en un reciente artículo publicado en El País a propósito del manifiesto firmado por diversas personalidades contra la desaparición del carácter vehicular del castellano en la Ley Celaá. 
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Alcalá de Henares. Casa Natal de Cervantes.

A mediados de la década de los setenta, todo conocimiento literario de quienes nos considerábamos jóvenes demócratas, antifranquistas que mirábamos a Europa como un referente esencial, pasaba por leer y disfrutar, también por descubrir, junto a los clásicos de la literatura en castellano (de Juan de la Cruz a Antonio Machado o a los poetas del 27 o a los novelistas del exilio), a grandes autores que escribían en otras lenguas españolas, entonces prohibidas o silenciadas. Recuerdo mi lectura de Longa noite de pedra o de Donde el mundo se llama Celanova, de Celso Emilio Ferreiro, o los poemas de Gabriel Aresti, o la conmoción que me produjeron los versos de Salvador Espríu en aquel memorable La pell de brau editado por Ruedo Ibérico.  Eran las lenguas marginadas, hermanas del castellano, que aportaban una mirada distinta, nueva, de nuestra realidad nacional, y una visión mucho más completa de nuestro acervo literario e idiomático. Eran un componente sustancial de nuestras demandas democráticas y del país que aspirábamos a construir.  

He recordado aquel tiempo en claroscuro mientras leía el manifiesto que, en defensa del castellano, viene circulando desde hace algo más de un mes, porque la polémica abierta a partir de la nueva Ley de Educación se me antoja, en buena medida, artificial. La conclusión del manifiesto es que el castellano corre peligro: es un idioma “disminuido, silenciado, preterido ante lenguas locales que hablan minorías”, tal y como ha dejado escrito Mario Vargas Llosa, uno de sus más notables firmantes, en su artículo “La lengua oculta”.

¿Es el castellano una lengua amenazada por la nueva ley de Educación? Esa es la pregunta básica ante la contundencia de las afirmaciones recogidas en el manifiesto o defendidas en determinadas declaraciones públicas. Cabe añadir otra pregunta: ¿no expresa el manifiesto una visión del castellano basada en la desconfianza, algo contradictorio con considerarlo, a la vez, un universo cultural que se extiende de modo imparable por varios continentes? ¿Tan precaria salud le otorgan?

Desde 1978, año en que se aprueba la Constitución, las lenguas minoritarias de España han formado parte, en mayor o menor grado, de la vida cotidiana de las tres comunidades que accedieron a la autonomía por la vía del artículo 151: Galicia, Euskadi y Cataluña (y, por extensión, a la Comunidad Valenciana y Baleares). Es decir: han vivido la prueba de cuarenta y dos años de inmersión lingüística, ya que los gobiernos autonómicos, con un apoyo mayoritario, han realizado un sostenido esfuerzo por divulgar, difundir y convertir, de facto y no solo de iure, sus lenguas en cooficiales y de uso cotidiano. Transcurrido ese tiempo, podemos decir que sólo en Cataluña (quizá con la excepción de colectivos inmigrantes de las últimas oleadas y algunos reducidos grupos que lo han decidido de modo voluntario) sus ciudadanos hablan y escriben en catalán y en castellano de manera normalizada. En Euskadi y en Galicia esa normalización está en un nivel más bajo, las lenguas minoritarias se utilizan menos que en Cataluña en la vida cotidiana. Es decir: el castellano o español, en ese tiempo, sigue en esas comunidades tan vivo o más que al comienzo de la Transición. Y las otras lenguas, de manera especial el catalán (junto al valenciano) y el gallego (que tienen una tradición literaria consolidada, arraigada en la Edad Media y con la misma base que el castellano), han ampliado su espacio como idiomas que comparten con el castellano la oficialidad en sus respectivos territorios. No podía ser de otra manera.

Decir que se pone en peligro el castellano es una afirmación que no se sostiene. Casi 600 millones de hablantes en todo el mundo, con un incremento, según datos del Instituto Cervantes, de un 30% en la última década, dan cuenta de sus capacidades y de su vigor.

El punto de litigio, sobredimensionado hasta el tremendismo, es la supresión en la nueva Ley de su carácter vehicular aunque el texto aprobado sea contundente y claro respecto a su enseñanza del mismo modo que lo es el artículo 3 de la Constitución: la disposición adicional trigésima octava de la nueva ley destaca que “Las Administraciones educativas garantizarán el derecho de los alumnos y las alumnas a recibir enseñanzas en castellano y en las demás lenguas cooficiales en sus respectivos territorios, de conformidad con la Constitución Española, los Estatutos de Autonomía y la normativa aplicable.” Y añade: “Al finalizar la educación básica, todos los alumnos y alumnas deberán alcanzar el dominio pleno y equivalente en la lengua castellana y, en su caso, en la lengua cooficial correspondiente.” Las Comunidades habrán de garantizar el logro de esos objetivos articulando las medidas necesarias. En todo caso y en último extremo, los tribunales, desde las Audiencias Provinciales hasta el Constitucional, tendrán la palabra, pero no por causa de la inexistencia del término vehicular en la Ley, sino por razones de su vulneración o incumplimiento por parte de alguna Administración educativa autonómica. La política tiene ahí un desafío que sólo puede pasar por la conciliación y el diálogo.  

Lo resalto porque es preciso subrayar que hasta 2013 ese concepto, aplicado al castellano, no figuró en ninguna ley educativa. Fue la llamada “Ley Wert” la que incorporó una disposición adicional en un tiempo, que arranca en 2008, de mesas petitorias contra el Estatut (con una beligerancia añadida contra Cataluña y sus productos, cava incluido) que coadyuvó a que el independentismo pasara de tener menos del 10% en las elecciones autonómicas de 2010 (sin castellano vehicular en la Ley, otra paradoja) a contar con el 47 % de 2018. Esa ofensiva se produjo, curiosamente, mientras en la Comunidad de Madrid se iniciaba la implantación gradual, en los centros públicos y concertados, de la educación bilingüe y del inglés como lengua vehicular, un idioma al que no pocos expertos han situado como una de las principales fuentes de deterioro de la lengua de Cervantes, tal y como la propia RAE resaltó con varias campañas hace ya cuatro años ante el “asalto” cotidiano al castellano de numerosos neologismos y expresiones anglosajonas. No el catalán, sino el inglés, subrayo.

Decir que se pone en peligro el castellano en Cataluña es una afirmación que no se sostiene. Casi 600 millones de hablantes en todo el mundo, con un incremento, según datos del Instituto Cervantes, de un 30% en la última década, dan cuenta de sus capacidades y de su vigor. Se dirá que esa es la realidad en el mundo pero que su fortaleza “se mide por la situación en Cataluña”, una afirmación que carece de base científica. Daré algunos datos, que no se suelen señalar, que se salen del universo específicamente educativo pero que penetran, con el idioma como instrumento, en la vida cotidiana de un modo contundente e inequívoco (a veces superior a la educación) determinando el uso de las distintas lenguas: el estudio de audiencias de televisión para Cataluña correspondiente a 2019 publicado en el Anuario Estadístico de esa comunidad nos dice que mientras TV3, que emite íntegramente en catalán, tuvo un 14,6% de share o cuota de pantalla, las televisiones generalistas que emiten en castellano rozaron el 45 % (y si añadimos las no generalistas, temáticas y de pago, además de las nuevas plataformas como Netflix, Filmin y otras, el sumatorio es bastante más abrumador a favor de la lengua castellana: el 66%). Algo similar ocurre con las cadenas de radio y con los periódicos, tanto en papel como digitales, de ámbito estatal, pero especialmente con los dos radicados en Cataluña: El Periódico y La Vanguardia. Y si añadimos los datos relativos a la compra y venta de libros editados en esa comunidad, que según la Asociación de Editores en Lengua Catalana y el Gremi de Editores de Cataluña,  es de un 68,3 % en castellano frente al 24,4% en catalán (si se excluyen los libros de texto y académicos y lo dejamos en textos literarios, la proporción sería aún más favorable al castellano) o el hecho de que en Barcelona se encuentra la más poderosa industria editorial en lengua castellana de España (con una proyección de décadas en la realidad hispanoamericana) y un indicador, que aunque no sea decisivo también pasa inadvertido a veces, como que en 2018, los alumnos catalanes que superaron la selectividad obtuvieron, en la lengua del Estado, mejores notas que alumnos de otras comunidades autónomas sin lengua cooficial, según datos del ministerio de Educación del gobierno del Sr. Rajoy, no es fácil justificar la visión tremendista que se traslada al ciudadano. Porque todo eso ocurre después de 42 años de Constitución y de las admoniciones sobre la desaparición del castellano que acompañaron su redacción. No es casual que la RAE, ante la Ley Celáa, eluda la descalificación y señale, con cautela, el deseo de que “no ponga en peligro el uso del castellano”, además de ofrecer asesoramiento en la materia.

De otro lado, aunque el Instituto Cervantes es el buque insignia del español o castellano, no debemos olvidar que, como parte consustancial a su labor formativa en sus centros en el exterior, y por obligación derivada del texto constitucional, enseña, junto al español o castellano, las otras lenguas de España. En ese ámbito, la demanda de cursos en las lenguas cooficiales es, en esos centros, casi testimonial. Ha crecido de manera poco relevante, lo que demuestra que el interés por la lengua castellana o española en nada se ve afectado por una oferta formativa en la que están incorporadas las tres lenguas cooficiales.

Es preciso señalar que esas lenguas minoritarias, el catalán, el euskera y el gallego (junto a otras no cooficiales como el asturiano) son lenguas de España, son parte de nuestro patrimonio cultural.

Es evidente que en las Comunidades con lengua propia hay una fuerte inclinación a potenciar, a todos los niveles la lengua cooficial correspondiente. Institutos y academias de la lengua, centros de investigación, líneas de becas y ayudas dirigidas a autores en ese idioma, excluyendo el castellano por entender que ese espacio lo cubre el Ministerio… Siendo criticables y no justificables tales excesos, nada indica que pongan en peligro el castellano. Ni que lo silencien. No obstante, es preciso señalar que esas lenguas minoritarias (a las cooficiales yo añadiría otras minoritarias como el asturiano) son lenguas de España, son parte del patrimonio cultural de este país y, por tanto, la labor del Estado (no solo de las comunidades autónomas en las que se hablan) ha de coadyuvar al incremento de esa riqueza. Eludiendo la confrontación y buscando el hermanamiento, la convivencia entre ellas. El gran problema es que se cruza la batalla del independentismo, que considera el castellano como “lengua enemiga”, con la réplica, no menos intensa y beligerante, del “nacionalismo español”, que acaba considerando la lengua minoritaria con el mismo calificativo, sin espacios de intersección, de diálogo entre ambas. Quienes consideran a las lenguas minoritarias motivo de confrontación, renuncian a una riqueza cultural que es, también, del conjunto de los españoles, de la cultura hispánica. ¿Por qué nos empeñamos en considerarlas enemigas y se la dejamos al independentismo cuando son consustanciales a la diversa realidad española? A veces conviene recordar que el primer Premio Nacional de las Letras Españolas, otorgado en 1984, lo recibió J. V. Foix, un poeta en lengua catalana, y que en sus 37 ediciones solo otro autor en esa lengua, Joan Perucho, y un autor en euskera, Bernardo Atxaga, lo han recibido. Más que beligerancia y confrontación, la inteligencia pide zonas de encuentro. Más de una vez he resaltado que en España hacen falta más cátedras de catalán, de euskera, de gallego en sus universidades. ¿O acaso debemos considerar ajenas a nuestra cultura las obras de autores como Gabriel Ferrater, Mercè Rodoreda, Manoel Antonio, Castelao, Ángel Lertxundi o Ramón Saizarbitoria, por citar solo unos cuantos nombres?

Afirmar que una lengua con casi 600 millones de hablantes en el mundo, con un gigantesco aparato mediático y cultural esponjando a diario la vida cotidiana de sus ciudadanos, está en peligro a manos de “lenguas locales que hablan minorías”, no parece que sea el diagnóstico más fiel a la realidad. 

¿Una lengua amenazada?