jueves. 28.03.2024

Asaltar el cielo…para tener limpio el cementerio

Una de las rémoras más grandes que siempre ha tenido la izquierda más radical a la hora de lograr confianza y apoyo social es su falta de experiencia en la gestión de los asuntos ordinarios...

Una de las rémoras más grandes que siempre ha tenido la izquierda más radical (la que suele autodefinirse como auténticamente transformadora) a la hora de lograr confianza y apoyo social es su falta de experiencia en la gestión de los asuntos ordinarios de la gente normal y corriente. Un problema que se agrava al hacerse más general con las nuevas generaciones de líderes políticos que aspiran a gobernar a un país entero sin haber tenido nunca experiencia profesional o solo muy precaria dadas las pocas alternativas que proporciona hoy día el mercado laboral.

Tengo colegas de universidad que llevan treinta o cuarenta años promoviendo cambios sociales profundos, reclamando la superación del capitalismo y abogando por avanzar cuanto antes hacia nuevas forma de organización social pero que nunca en su vida han asumido la responsabilidad de dirigir un departamento, una facultad, vicerrectorados o ni siquiera la presidencia de su comunidad de vecinos, por no hablar de dirigir empresas o cualquier tipo de organización. Le dicen a la gente que hay que cambiar el mundo de arriba a abajo pero ellos no han sido capaces de cambiar nada para que las cosas sean de otro modo en la práctica diaria, para que la vida de los demás sea más cómoda, más feliz y liberadora. Por lo general, consideran que ocuparse de ese tipo de tareas, dedicar tiempo y esfuerzo a tratar de mejorar a corto plazo la existencia de la gente, es “reformismo” que en lugar de acabar con el sistema lo refuerza. O que esas tareas (gracias a las cuales investigan o se abren día a día sus centros de trabajo o las escuelas y hospitales a donde llevan a sus hijos) solo son propias de burócratas o políticos profesionales.

A mí me parece, por el contrario, que ese reformismo que se detesta es un ingrediente imprescindible de la actividad política y que sin él es imposible que un proyecto político consiga suficiente apoyo social, por muy atractivas que puedan ser sus propuestas teóricas o doctrinales. ¿Cómo se va a creer alguien que somos capaces de transformar lo más profundo de la sociedad si no hacemos que cambien sus procesos más elementales? ¿Cómo vamos a poder cambiar el sistema en su conjunto, y cómo vamos a hacerle creer a la gente que lo podemos conseguir, si no mostramos que somos capaces de hacer que cambien las cosas día a día, minuto a minuto? ¿Quién puede creerse que uno puede con lo mucho cuando no puede con lo poco? ¿Y en virtud de qué va a creer la gente que nuestras propuestas mejorarán su vida si no ven con sus propios ojos que lo que proponemos se traduce en la práctica en un modo diferente de ser, de vivir y de relacionarse mejor y más satisfactoriamente con los demás y con la sociedad en su conjunto?

La izquierda que tradicionalmente rechaza ese tipo de reformismo es la que, precisamente por ello, también suele tener una gran reserva a la hora de formar parte de las instituciones y la que ha generado un discurso ad hoc para justificar estar fuera de ellas: hay que cambiar tan radicalmente todo que nada se puede hacer si no es cambiarlo todo de una vez. Y las instituciones desde donde se gobierna solo se entienden como un espacio de prebendas, de sillones cómodos y de cargos privilegiados que viven a costa de los demás. Cuánto más lejos de ellos, por lo tanto, mucho mejor.

La consecuencia es que no se trabaja para estar en las instituciones y que, por tanto, se deja en manos de otros la posibilidad de decidir y de establecer las normas que, desde ellas, condicionan el desarrollo de la vida social.

Sin embargo, una buena parte de la izquierda que ha mantenido en España este tipo de argumentos acaba de promover con éxito candidaturas municipales y autonómicas y ante ella se abre un escenario inusitado. Ahora no será suficiente con elaborar proclamas o convocar manifestaciones para decir que todo está mal y que hay que cambiarlo. Cientos de personas que hasta ahora solo se consideraban a sí mismas como activistas van a tener que dejar a un lado la épica del asalto al cielo para ocuparse de asuntos mucho más prosaicos y hasta ahora seguramente intrascendentes para ellas: asegurar que los bomberos cuenten con recursos, que las alcantarillas estén despejadas, los cementerios limpios y las calles bien aseadas cada mañana, o garantizar que los quirófanos abran y que haya médicos o profesores en todos los lugares donde son necesarios. Y ahora tendrán que hacer frente a una clase trabajadora que no es la de las grandes gestas proletarias sino la que solo y a cualquier precio busca mejores condiciones en la relación de puestos de trabajo; por no hablar de que habrá que ajustarse a presupuestos que a todos resultarán escasos y cuyo incremento no estará posiblemente en manos de nadie, o de que habrá que manejar impuestos comprobando que no es tan fácil subirlos sin afectar a muchas actividades que crean empleo y riqueza. También los activistas tendrán que disponerse ahora a hacer recortes y muchos descubrirán que los cargos que creían sinecuras son más bien pesadas cargas (“quien gobierna, mal descansa”, decía Lope de Vega”).

Hay que cambiar el chip. Para transformar la sociedad hay que tener la posibilidad de escribir negro sobre blanco en el Boletín Oficial del Estado, hay que estar en las instituciones y hay que construir desde ellas un modelo de sociedad diferente en todas y cada una de esas actividades que se nos antojan nimias y que están tan alejadas de los grandes discursos doctrinarios pero que son, al fin y al cabo, de las que depende que la gente viva peor o mejor. Y eso significa que hay que empezar a moverse en el mundo real, allí donde no hay dinero suficiente, ni donde se puede hacer todo lo que se quiere, porque no puedes o porque no te dejan, donde has de negociar cada acción, medir cada palabra y pensar cien veces cada paso antes de darlo. Donde no se interactúa solo con afines porque se está siempre rodeado de personas que piensan, dicen y deciden de modo diferente a ti.

Lo llaman también meterse en el barro. Algunas izquierdas se meten en él sin protegerse, sin la gente de la mano y sin controles, y suelen terminar embarradas para nada. Otras tienen miedo a hacerlo y a ensuciarse y se limitan a ofrecer a la sociedad un horizonte, una utopía (en el mejor sentido del término) sin apenas hacer nada para que la gente al menos intuya de qué va realmente, en la práctica, ese futuro. En el primer caso, la acción institucional mata la vida de la calle. En el segundo, la gente no tiene a esa izquierda como referente porque no le es útil para nada. Y en ambos casos se deja sin poner en marcha lo esencial: ¿dónde están las cooperativas promovidas por las izquierdas que nos piden el voto para que la gente vea que hay otros modos de propiedad? ¿dónde sus ejemplos de finanzas descentralizadas y colaborativas para que la gente compruebe que los bancos que conocemos no son imprescindibles?, ¿dónde han creado escuelas populares o centros de formación que permitan constatar que hay formas alternativas de enseñar y aprender a vivir? ¿qué experiencias de consumo, producción, vivienda o cuidados sostenibles han promovido las izquierdas que nos dicen que van a cambiar el mundo?…

Las izquierdas y movimientos sociales transformadores no pueden presentarse a las gentes solo como portadores de banderas o de narraciones heroicas y llenas de venturas pero que nadie sabe cuándo podrán hacerse realidad ni de qué forma. Tienen que “anticipar” ese futuro poniendo en marcha experiencias y prácticas que muestren desde ya que el mundo puede funcionar de otro modo. El mundo no se transforma pidiendo a la gente que haga actos de fe. La radicalidad transformadora más auténtica y efectiva es la que pone en marcha reformas en el día a día que la gente puede identificar como el anticipo de un mañana diferente y con cuyo diseño, promoción, defensa y disfrute se organiza y empodera.

La buena noticia es que ya hay en marcha experiencias de ese tipo en muchos sitios, aunque no precisamente promovidas por las izquierdas doctrinarias y convencionales. Ahora hace falta que se hilen entre ellas y que las instituciones se asalten no, como tantas veces ocurre, como si eso fuera un fin en sí mismo sino precisamente para promover y fortalecer esas nuevas formas de producción, de consumo y de relaciones sociales que generan contrapoder y un modo de vivir más humano y placentero.

Asaltar el cielo…para tener limpio el cementerio