viernes. 19.04.2024

La mal pagá

Parece que pronto habrá una reforma de la Constitución o incluso una nueva Carta y, sin entrar en las razones o desazones...

Parece que pronto habrá una reforma de la Constitución o incluso una nueva Carta y, sin entrar en las razones o desazones que lo motivan, habría que preguntarse si es justo y necesario linchar a la de 1978 como se está haciendo. Yo creo que, al contrario, llegado el caso, a la de 1978 habría que hacerle un funeral de Estado o al menos un buen entierro de pago.

A nuestra Transición, tan admirada hasta hace poco, se la presenta ahora como un chalaneo ideado para que siguieran mandando los mismos (falangistas, militares y curas) solo que disfrazados de modernos y demócratas. Se acusa a los jefes de la oposición antifranquista (Carrillo a la cabeza) de vender al heroico pueblo que estaba todos los días en las barricadas exigiendo la revolución y la guillotina.

Bastaría mirar las hemerotecas de la prensa legal y la clandestina de esos años para darse cuenta de que ni había tanta gente luchando ni pedían la luna: amnistía, derecho de huelga, elecciones y partidos políticos (sí, sí, ¡pedían partidos!), sindicatos libres y estatuto de autonomía; y esto último solo en Cataluña y en el País Vasco.

No se pedía comunismo ni socialismo ni república, aunque a muchos de los que corrían delante de los grises les gustaran las tres cosas. El grito general era “democracia sí, dictadura no”, y de ahí no se pasaba. Y eso fue lo que se logró, ni más ni menos; y si no hubo gobierno provisional ni Cortes constituyentes fue seguramente porque la correlación de fuerzas no daba para ello. Sabiéndolo, la oposición no se lanzó a la aventura como hubieran deseado los ultras. En definitiva, el resultado fue que España pasó a ser un país normal, como cualquiera de Europa occidental que era, en esencia, lo que quería la gran mayoría. Pero no fue un camino de rosas y varias decenas de personas perdieron la vida violentamente entre la muerte del “Caudillo” en noviembre de 1975 y las elecciones del 15 de junio de 1977. 

Se nos quiere vender el chisme de que la Transición española y la democracia recuperada es la culpable de todos los males presentes, por haber sido fruto de un pacto (pecado gordo) y por no haber hecho tabla rasa del franquismo, a cuyo titular se dejó morir tan tranquilo en la cama, verdad a medias ya que aunque murió en la Paz mucha no tendría pues los suyos le alargaron la agonía más de la cuenta.

Da la impresión de que con otra Constitución menos pastelera nos habríamos ahorrado la crisis y el desempleo; la burbuja inmobiliaria y la corrupción; la deuda y las hipotecas; los independentismos periféricos y los atentados del 11-M; e incluso la cruenta guerra de Perejil: habríamos sido muy felices.

Naturalmente que la renuncia a exigir responsabilidades a los jerarcas y verdugos fue muy dolorosa, pero a cambio las urnas redujeron a la extrema derecha a una existencia grupuscular. Al margen de las críticas que merezcan las actuales instituciones, no es de recibo que se desprecie el sacrificio y los frutos de quienes sí se arremangaron contra Franco, como los procesados del “1001” o los abogados de Atocha. Hace poco alguien dijo que esta democracia es igual a la dictadura pero sin Franco y con elecciones:¿le parece poco?

Pero además la Constitución española fue muy avanzada en la protección de los derechos individuales y sociales, así como en el reconocimiento de las identidades de regiones y nacionalidades. Si la comparamos con otras de nuestro pasado o de países cercanos no quedaría malparada ni en contenidos ni en resultados.

Como todas las constituciones establece principios muy nobles que después no se cumplen o solo medias, como el derecho a la salud, a un salario suficiente o a una vivienda digna. Eso decepciona a la ciudadanía cuando otros preceptos sí se llevan a rajatabla como por ejemplo el referido a la colaboración sustanciosa con la Iglesia Católica, que contradice la no confesionalidad establecida en el mismo artículo 15.

Tampoco puede pedirse a una constitución que vaya muy por delante de la realidad. Se dice que Víctor Hugo habría elogiado la Constitución liberal y federalista colombiana de 1863-1885 diciendo que parecía hecha para ángeles más que para personas. No obstante, durante la vigencia de ese seráfico texto hubo en Colombia una guerra civil nacional y unas cuarenta regionales.

Nuestra Constitución de 1931, que fue una de las más progresistas de su tiempo, definía a España como “República democrática de trabajadores de toda clase”. Se trataba de una concesión retórica al obrerismo y no de la abolición del capitalismo. Cuenta Azaña en sus Diarios, que una delegación española que llegó con retraso a una reunión de la Sociedad de Naciones fue recibida con algo de cachondeillo: “¡por fin llegan los trabajadores de toda clase!”

En otros países cercanos donde también se pasó del autoritarismo a la democracia, los cambios se produjeron de forma más drástica y sus constituciones fueron más rupturistas sin que, a la postre, la deriva política fuera muy diferente. Veamos.

En Italia, en 1945, colgaron boca abajo a Mussolini, convocaron un referéndum que abolió la monarquía y una Asamblea constituyente que parió una república antifascista y laica. Con ella gobernó durante décadas la Democracia Cristiana y su aliado el Partido Socialista, y cuando su gobierno corrupto y clientelar quebró, quien vino fue Berlusconi, lo cual casi hizo añorar a los Andreotti, Craxi y compañía.

En Portugal en 1974, el movimiento de los capitanes de Abril acabó de raíz con el salazarismo. El gobierno provisional revolucionario depuró responsabilidades de altos dirigentes del estado y de la policía política, nacionalizó empresas y puso en marcha la reforma agraria. Pero la constitución socializante de 1976 fue pronto modificada y volvieron las privatizaciones de empresas y de tierras. Hoy en el país vecino están más o menos como nosotros: bastante mal.

El derrumbe, en julio de 1974, del régimen de los coroneles griegos conllevó su procesamiento y la cadena perpetua para Papadopoulos y sus compinches de la Junta, y la convocatoria de un referéndum entre monarquía y república que se saldó a favor de esta última forma de gobierno. Formalmente se rompió con el militarismo vigente y con el monarquismo anterior, si bien los dirigentes que llegaron (Karamanlis, Papandreu, etc.) eran figuras del pasado. Sobre el lamentable presente griego poco se puede decir que no se sepa.

En estos países hubo una ruptura nítida con sus dictaduras. Gracias a ella sus pueblos lograron libertades largamente deseadas, pero no les trajo la solución de todos sus problemas. Tampoco nuestra Constitución puede ser culpada de la incapacidad de los sucesivos dirigentes políticos y económicos, y de los graves problemas que ahora padecemos. Si para aliviarlos o resolverlos hay que hacer cambios constitucionales, leves o profundos, pues que se hagan, pero sin vender quimeras ni desmerecer las páginas mejores de la reciente historia de España.

La mal pagá