viernes. 29.03.2024

Palabra

Gabriel Celaya y Amparo

En el principio fue el verbo..y con este complicadísimo principio, todo se nos ofrece conectado a la palabra, el principio y la base de nuestra condición humana. Somos lo que nuestras palabras son capaces de expresar y sin ellas, ni nuestro pensamiento ni nuestros conceptos son capaces de elevarse o construirse para crear mundos con los que edificar sociedades, acuerdos, aunar voluntades o enriquecerse mutuamente entre diferentes. 

Sobre la palabra hemos construido lo que somos y también le hemos consagrado templos donde celebrar su propia liturgia de exaltación y triunfo. Cuando las sociedades se han hecho maduras, sus miembros siempre han dedicado espacios y tiempos a la celebración de la palabra.

Sobre la palabra hemos levantado un edificio de libertades, de respeto, de mesurada confrontación y sobre las palabras y en su nombre hemos cometido actos heroicos y miserables, sin duda alguna. Nos ha servido de arma y de refugio; de justificación y excusa para todo y gracias a ella hemos alcanzado cotas de pensamiento hermosas, elevadas, solidarias y plenas de belleza. También, con la palabra, hemos dirigido la muerte y la despiadada ejecución de los peores actos de vileza y crueldad.

Necesitamos la palabra para ser humanos y, como decía Gabriel Celaya en su obra :

Son palabras que todos repetimos sintiendo

como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.

Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.

Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos

Entiendo la palabra como la más elevada expresión de lo humano -que me perdonen  los artistas plásticos- quizás por afinidad, por cercanía y por los ratos tan placenteros que me proporciona al permitirme jugar con ella y hacer malabares con las ideas que se van enlazando hasta formar un buen argumento -si es que soy capaz de generar alguno, que no siempre pasa- y desde ese cariño por el verbo, desde ese enorme respeto que siento por el poder de la palabra, reclamo que se le vuelva a dar el lugar de honor que merece en nuestro diario desempeño y, de forma muy especial, reclamo la necesaria rectificación del desgraciado y denigrante uso que de ella hacen nuestros políticos.

El Parlamento, nuestro Senado, el Congreso de los Diputados y los distintos cónclaves en los que los políticos elegidos democráticamente por nosotros se reúnen con la misión de representarnos a todos y regir nuestros destinos, se han convertido en verdaderos albañales de zafiedad y desdoro (Rae Desdoro: Menoscabo en la reputación o el prestigio.) Hace ya años que nuestros representantes parecen haberse olvidado del respeto que merecen tanto sus propios votantes como los votantes de aquél con quien debaten. Con las actuales demostraciones de incapacidad dialéctica e intelectual, incumplen su deber de representar dignamente a sus votantes y, todavía más grave, faltan de manera ominosa al inexcusable deber de respetar a todos los votantes que, otorgándoles su representación,designan, protegen y consagran a la totalidad de los oficiantes en esa liturgia dedicada a la palabra.

En un recinto dedicado al debate de ideas, la palabra es sacrosanta y no respetar la exposición del que ostenta su uso o degradar el contenido y la forma de nuestro discurso, es algo que debería ser imperdonable y también, sancionado con el desprecio colectivo más evidente. Hace años que confundimos la firmeza con el exabrupto; el ingenio con la grosería y la necesaria crítica y confrontación con la descalificación personal llevada a los más execrables excesos.

Lamento enormemente que los medios, los primeros que deberían exigir un adecuado uso y respeto de la palabra, solo celebren y dediquen lo mejor de sus espacios a las peores manifestaciones de la bronca, desterrando del terreno de “lo que es noticia,” aquellas exposiciones ajustadas a la verdad, al respeto, a la necesaria confrontación de ideas y a los intentos de construir puentes intelectuales entre distintos usando las cualidades constructivas de la palabra. En las páginas y en las pantalla solo vemos, leemos y oímos desabridas intervenciones barriobajeras que unos rechazan y otros celebran, bendiciendo esas demostraciones basadas en la pretendida potencialidad gonadal del emisor de tales desmanes.

Quien tal ejecuta y acomete, no es más que un manganzón, un político entregado a la molicie intelectual que ni quiere prepararse ni tiene el intelecto suficiente como para construir un discurso ingenioso, pleno de contenido y elaborado según las mejores normas de la dialéctica parlamentaria que tan brillantes y ejemplares momentos nos ha ofrecido. Los mediocres o simplemente incapaces de la maestría, podrían refugiarse un  discurso leído y preparado según el método de una exposición simple y ajustada al objetivo, pero se exigen ser “ocurrentes “ para caer en lo grosero y quien tal hace, falta al respeto de todos los votantes, del prestigio de la institución que lo alberga y lo protege y además, demuestra su poca altura al acrecentar el daño que hace a la sociedad actuando de esa manera.

Volvamos, por favor, a reverenciar a la palabra; exijamos que todos -los ciudadanos normales también - cuidemos la palabra que nos ha traído hasta aquí y expulsemos de sus templos a los que, con sus malas formas y maneras , tanto daño están haciendo a la convivencia, a la política y a la construcción de los territorios comunes que tanto necesitamos.

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