viernes. 19.04.2024

Por un código penal para todos

Uno de los aspectos más inquietantes de la reforma proyectada es su inmisericorde persecución de las libertades públicas...

Las leyes penales no pueden prevenir delitos si no responden a convicciones socialmente aceptadas y no sintonizan con valores y principios en torno a los que se construyen modelos de convivencia

Que las leyes penales sean de todos y para todos es tanto una vieja reivindicación del ideario democrático como una condición de eficiencia. Las leyes penales no pueden prevenir delitos si no responden a convicciones socialmente aceptadas y no sintonizan con valores y principios en torno a los que se construyen modelos de convivencia. Serán leyes ineficaces, además de carentes de legitimidad.

Puede decirse, pues, que allí donde se impone un sistema penal alejado de los parámetros y objetivos constitucionales –que son los que integran el núcleo político  santo y seña de una colectividad, más allá de las convulsiones epidérmicas e interesadas, provocadas por medios de comunicación indecentes en su vulgaridad-  falta pulso democrático. La norma penal que contradice los valores constitucionales puede ser herramienta amenazadora, incluso intimidante. Pero no es Derecho. En ella no hay Derecho. Tampoco,  en pura coherencia democrática, hay derecho al ejercicio estatal  del ius puniendi en forma tal que entre en constante colisión con el marco constitucional al que debe servir y en el que encuentra su fuente básica de legitimación.

El Grupo de Estudios de Política Criminal ha convocado, para el día 4 de marzo, una jornada de actividades que responden al lema “No hay derecho. Por un Código Penal de todos”. Más de una veintena de universidades celebrarán debates en torno a la reforma penal, abocada a un Código que no será  de todos. Ni será Derecho, en el sentido de traducción positivizada de una política criminal que responda a la voluntad general.

El nuevo Código Penal no reflejará estrategias político-criminales surgidas del debate democrático. No puede ser democrático un conjunto de decisiones que, en la inmensa mayoría de los casos, han contado con la oposición de todos los partidos del arco parlamentario, excepto, claro está, uno. El mayoritario. Pero lo grave no es la inviabilidad del adjetivo. Ni siquiera puede afirmarse el sustantivo: es que no hay debate.

La trayectoria errática del proyecto de reforma penal impide el debate, porque este no tiene un objeto definido. Si hasta 2012, la veintena larga de reformas sustanciales del Código Penal de 1955 venía a demostrar la carencia de una política criminal nítida, primera condición para ser susceptible de argumentación y contra-argumentación, de julio de 2012 hasta hoy la evanescencia –que es la forma suave de aludir a la inexistencia- de la política criminal del Partido Popular ha llegado al paroxismo.

La contundencia altanera con la que el ministro Gallardón defendía opciones tan indefendibles como la custodia de seguridad –aquella prisión después de la prisión que trastocaba todas las reglas del sistema punitivo-, o la proliferación, tan inútil como acientífica,  de la libertad vigilada, por no insistir en la criminalización del aborto en términos gratos a Rouco pero inaceptables para una sociedad adulta, se ha transformado en un vergonzante recular con el rabo entre las patas.  También hizo bandera el exministro de la supresión de los aforamientos , en contradicción con otro ex- , el Fiscal General; tampoco en esta batalla le acompañó el éxito.

La ausencia de alternativas político-criminales elaboradas, en las que sustentar un cambio legislativo tan importante como el que amenaza al Código Penal, no solo se hace patente al desandar lo andado. También en el recurso a vías paralelas, que distraen el debate central sobre el Código, y que han incorporado soluciones-parche, coherentes con principios, objetivos y métodos que no habrían resistido un debate científico de algún nivel ni en el plano  jurídico, ni en el político ni en el criminológico.

Así, el iter de la respuesta penal al aborto ha discurrido en paralelo a la discusión penal general. En paralelo, es decir, sin coincidir nunca. Los fraudes a la Hacienda y a la Seguridad Social han sido criminalizados, también al margen del proyecto de Código, en términos de puro clasismo, en la medida en que es la condición personal del defraudador –empresario o trabajador- la que determina la gravedad de la respuesta penal.  Y en términos de puro descaro, al impulsar el Gobierno una amnistía fiscal de efectos devastadores para la credibilidad del sistema tributario. Más contundente para este último. Faltaría más. Y paralela a la reforma general está siendo la relativa a los delitos de terrorismo: quizá porque destroza toda la dogmática heredada, quizá porque responde a una realidad criminológica que solo ven los ojos del legislador –y los de sus acólitos-, quizá por la más que dudosa constitucionalidad de sus vagas definiciones y de sus desproporcionadas penas, quizá por su inutilidad patente, lo cierto es que la respuesta penal al terrorismo está siendo ajena a la gran discusión –grande por su duración, por la prolongación de plazos de tramitación, por el número de enmiendas, por los decibelios del vocerío- sobre el nuevo modelo penal.

No se han seguido criterios político-criminales de idoneidad preventiva, sino de inútil función simbólica en otros casos: se presenta a la ciudadanía la criminalización del terrorismo “individual” como innovadora respuesta del Estado a los “lobos solitarios” del terrorismo yihadista, cuando cualquier estudiante de segundo de Derecho sabe que esa conducta ya está penalmente perseguida. También se aborda en términos puramente simbólicos la persecución de la explotación del trabajo irregular, que saldrá favorecida –en términos penales- respecto a la situación actual.

La corrupción política, el gran alibí del legislador, no es objeto de acciones político-criminales serias. No se han tenido en cuenta ni las recomendaciones de Transparencia Internacional,  ni las de la OCDE, ni las del, más próximo, Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO). La opacidad sigue siendo la situación en que se va a poder mover  nuestra clase política, mientras la entrada en vigor, tras un año de vacatio parcial, de la Ley 19/2013, sitúa a nuestro país en posiciones vergonzosa en los ranking internacionales sobre transparencia y control ciudadano del sistema público. Concretamente en el tercio inferior, entre Thailandia y Costa de Marfil, según Access Info. Para cubrir la deficiencia, el nuevo Código se pronuncia contra los indultos arbitrarios. No eliminando esa secuela del absolutismo monárquico que es el derecho de gracia, como había pedido el Grupo de Estudios de Política Criminal. Ni siquiera exigiendo su motivación. Bastará con que el Gobierno informe periódicamente al Parlamento de los indultos concedidos.

También apunta a una mejor lucha contra la corrupción la inclusión en el Código que viene del delito de financiación ilegal de los partidos políticos. En términos técnicamente  inadmisibles: la criminalización de las mismas conductas constitutivas de infracción administrativa -de la Ley Orgánica 8/2007, de financiación de los partidos políticos– garantiza una aplicación trabajosa, y por tanto escasa, de los nuevos preceptos, a los que, además, se les ha escapado la doble contabilidad o el falseamiento de cuentas. El rigor punitivo se manifiesta en la previsión de penas de prisión no solo para las personas físicas, sino (art. 304 bis dixit) también para ¡el propio partido político!. Imaginación, ya que no rigor técnico, no le falta a nuestro legislador.

Solo una observación sobre uno de los aspectos más inquietantes de la reforma proyectada: su inmisericorde persecución de las libertades públicas. La represión del terrorismo, en palabras de Amnistía Internacional, conduce a tipos penales tan vagos e imprecisos que conductas que no tienen ni pueden tener naturaleza terrorista podrán ser sancionadas de manera incompatible con las normas del Derecho internacional. Naciones Unidas ha formulado una crítica más general: la reforma que se está gestando amenaza con violar derechos y libertades fundamentales de los individuos.

La preocupación de los organismos internacionales está justificada. Se amplían los tipos de resistencia, se agravan las penas de delitos cometidos en el entorno de manifestaciones –no necesariamente ilegales- o frente a elementos de la seguridad privada, se convierte en “expulsables”  a cinco millones de extranjeros no irregulares, etc. Y se mantiene, aunque en este momento hay serias dudas sobre la decisión final, una propuesta de tipificación de la actuación de los piquetes de difusión de la huelga que constituye la etapa final de toda una cuidada y cuidadosa estrategia de laminación de los instrumentos de autotutela de los trabajadores.

El resultado, poco halagüeño, a que estamos condenados, era previsible. Los redactores del proyecto de Código Penal no han abierto las ventanas de sus despachos ministeriales a los aires de la crítica. En sede parlamentaria no se aceptan las enmiendas, y, en el diseño general del proyecto no se aceptan sugerencias. La voz de la Universidad, que refleja una opinión independiente, plural y, en principio, no menos fundamentada que la que proviene de otras instituciones no ha encontrado ningún eco. Pero tampoco los preceptivos informes del Consejo General del Poder Judicial, del Ministerio Fiscal o del Consejo de Estado.  Se trata de informes que, emitidos sobre las primeras versiones del proyecto reformador propuestas por el Gobierno y su Ministro de Justicia, nada dicen, porque nada pueden decir, sobre el núcleo del texto sometido a consideración parlamentaria final, fruto de las renuncias, correcciones, depuraciones y adendas a que un zigzagueante proceso legiferante sometió a sus predecesores.

El Grupo de Estudios de Política Criminal, principal asociación española de penalistas, que aglutina a casi doscientos miembros procedentes del profesorado universitario pero también de la fiscalía y la judicatura –desde los Juzgados de Instrucción al Tribunal Supremo, pasando por la Audiencia Nacional o los Tribunales Superiores de Justicia- al convocar la jornada del día 4, explica sus razones: el Gobierno, sacando adelante a toda costa su reforma, ha ignorado las voces de la doctrina, de la judicatura, y del resto de Grupos Parlamentarios, “olvidando que el consenso en materia penal forma parte inescindible de su legitimación intrínseca. No es un Código penal de todos”.

Por un código penal para todos