viernes. 26.04.2024

¡Vivan las naranjas!

Alguien dijo que todas las épocas tienen sus silencios y que sirven para que, en palabras de Manuel Azaña, el inmenso solar español siga maltratado, esquilmado y deshonrado por sus malos pastores...

En los amenes del tardofranquismo la censura mandó suprimir un editorial de la revista Cambio 16, crítico con el régimen, y la publicación sacó entonces otro, irónico y con la textura de ese patriotismo de bambolla y pandereta tan típico del caudillaje, titulado "Vivan las naranjas", donde elogiaban las virtudes de esta fruta levantina, de forma exagerada como un reportaje del No-Do. Era una forma por parte de los responsables del semanario de exhibir con toda crudeza las rigideces de un sistema en plena decadencia que imponía una banalización narcotizante de todos los intersticios de la vida social al objeto de encubrir el dramatismo de la violencia que el régimen ejercía contra los ciudadanos para preservar los intereses de las élites económicas y sociales que lo conformaban. Banalización que ayer y hoy no debe separarse de una indisimulada estrategia política que consiste en el adoctrinamiento de una ciudadanía acrítica y pasiva cuyas inquietudes no pasan del viejo adagio latino panem et circenses

Ello supone instaurar una realidad coactiva  como receta inconcusa que a los griegos les sirvió para basar sus tragedias, en las cuales lo que pasa es porque una fuerza titánica -el fátum-  obliga a sus personajes a encadenarse sin remisión. Unamuno, por ello, aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar “eso de la unanimidad.” En su opinión, mientras que la Francia del novecientos era un país con espesa opinión pública, España carecía de conciencia política colectiva. Y por eso, sostenía el escritor vasco, le daba lástima “un pueblo unánime, un hombre unánime.” Y ha sido el fomento de la mediocridad la argamasa necesaria con la que el autoritarismo hispano siempre ha mantenido un régimen de poder muy bondadoso con las minorías organizadas y cainita con las mayorías sociales. Esta perversa tendencia fue lo que motivó que el “Canciller de Hierro”; Otto von Bismarck, afirmara que España era un país indestructible, pues teniendo los peores gobiernos del mundo siempre subsistía.

Alguien dijo que todas las épocas tienen sus silencios, las unanimidades impuestas que abominaba Unamuno y que sirven para que, en palabras de Manuel Azaña, el inmenso solar español siga maltratado, esquilmado y deshonrado por sus malos pastores y que impulsaba al mismo Azaña, hablando de su generación, a proclamar en la Cortes que no querían seguir siendo los guardianes de un ascua mortecina arropada en las cenizas de un hogar español desertado por la historia. La preocupación de los conservadores ha sido el poder y los privilegios y, por eso, han combatido cualquier corriente regeneradora, como la que podría comenzar con Quevedo, y seguir a través de Cadalso, Jovellanos y Larra, hasta los intelectuales del 98. Una corriente renovadora o propicia a la renovación que recogieron los pensadores de izquierda y que hogaño ha quedado diluida por la degradación intelectual de la vida pública.

La crisis política, institucional y moral que padece el país es la consecuencia de la banalidad como forma de abolición de la política y, consecuentemente, de los instrumentos de profundización democrática que transformen un régimen de poder tan perjudicial para las mayorías sociales.  Todo poder es una conspiración permanente, según Balzac, por ello, el sistema transmite, por decirlo en palabra de Leibniz, que “todo conspira” en una situación inmoral para que los bulímicos intereses de las élites económicas y sociales pinten el mundo cada mañana, como Merlín hacía con su ayudante en la novela de Cunqueiro, del color que más les apetece: el de los abismos crecientes de la desigualdad. Y todo ello con la impunidad ética que nos indicaba el catedrático Manuel Cruz: el discurso conservador siempre ignora el dolor que produce la injusticia.

¡Vivan las naranjas!