jueves. 28.03.2024

La Transición, ¿pacto o complot?

Banalidad y poder configuran una realidad percibida por sus víctimas, por decirlo con palabras de Leibniz, como un escenario donde “todo conspira.

Banalidad y poder configuran una realidad percibida por sus víctimas, por decirlo con palabras de Leibniz, como un escenario donde “todo conspira.” La falta de crédito del régimen, el pobre desempeño de la Corona, la desnaturalización democrática y el tremendo hartazgo de la opinión pública piden a gritos una reforma en profundidad, nuevas maneras, no meros cambios de imagen.  

Y sin embargo, el régimen ha llegado a un ápice de decadencia en la que le es imposible organizar su propio caos, incapaz de resolver los problemas estructurales que crea, atado a la recidiva impertinente que le postra. La degradación del acto político como esencia de los cimientos del sistema produce lo que nos enseñaba Aristóteles cuando concluía que las fuerzas –pero no los principios- que concurren para promover y conservar la vida son los mismos que pueden destruirla. El mantenimiento del régimen de poder, poder de las minorías dominantes, y la exigencia de una despotilización de la vida pública han terminado en la deriva imposible de que el régimen tenga que estar huyendo permanentemente del tiempo, de las responsabilidades y de la historia.

La banalidad como argamasa de la tendencia oligárquica de la vida pública produce una radical abolición del pensamiento como motor de la acción política que ha dejado de ser, como describía Azaña, un movimiento defensivo de la inteligencia, oponiéndose al dominio del error. Esta banalización de la política, el derrocamiento de la creación dirigida hacia el bien público, las tendencias oligárquicas como parte de un sistema cerrado y su consecuente desprestigio ante la ciudadanía, constituyen un profundo vacío en la racionalidad del diagnóstico y la solución de los problemas planteados por la crisis institucional y política que padece el país. La fatiga territorial del Estado de las autonomías es reflejo antinómico de las desviaciones de unas instituciones nacidas de un régimen de poder predemocrático que sufrió un proceso de adaptación, no de cambio. Los grandes proyectos nacionales no son frutos del pasado, de lo que se ha sido, sino del futuro, lo que se aspira a ser. No es una intuición de algo real sino un ideal, un esquema de algo realizable, un proyecto incitador de voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el presente. Y la Transición no ha sido el caso.

La ciudadanía empobrecida, damnificada de una sociedad cada vez más dual, perjudicada en sus derechos cívicos y sociales, contempla como deja de ser fuente de poder porque ello exige, como afirmaba Philip Pettit, la igualdad civil de todos sus miembros. La derecha y las élites dominantes han roto el pacto de la Transición dinamitando todas las garantías sociales y económicas que el marco constitucional contemplaba para los ciudadanos y reforzando los elementos ajenos al escrutinio popular y que consolidan, mediante el blindaje del poder arbitral del estado, los intereses de las minorías económicas y estamentales.

Es decir, el llamado pacto de la Transición ha quedado reducido a sus  componentes más drásticos, aquellos que configuran el hereditario poder arbitral del Estado, los poderes económicos y financieros y el aparato mediático con una ideología y unos intereses que tienen necesariamente que prosperar en el déficit democrático y la concentración oligárquica de la influencia y el poder de decisión.  La crisis económica como coartada para la reversión de los derechos cívicos y sociales de las mayorías y el desafecto de éstas a un régimen que perciben como causa de todos sus males, deja al sistema sin credibilidad por mucho que sus responsables pretendan regenerarlo mediante cambios nominales y marketing sobreactuado. En realidad, las agredidas mayorías sociales ven que el pacto de la Transición ha quedado reducido a un simple complot de los poderosos de siempre contra el poder de la ciudadanía.

El futuro se puede abordar desde dos alternativas: dejar abandonadas las relaciones que conforman el presente a las leyes naturales, a ese caos que las encadenan a base de reacciones de fortuna, o  pretender controlar los hechos eliminando las zonas de incertidumbre influyendo en sus determinantes y dirigiendo sus consecuencias, lo que, como es obvio, presupone la definición previa de una lógica concatenación que al fin no es más que la definición de una estrategia. Por todo ello, la actitud volcada al futuro puedo diseccionarse en dos posiciones: el deseo de evitar un mal y la voluntad de alcanzar un bien. La primera proyecta una perspectiva estática y la segunda una perspectiva dinámica. Y si evitar un mal no exige previsión, dejándolo todo a gestos defensivos inmediatos, la obtención de un bien presupone la anticipada definición de ese bien, de los principios generales que iluminarán las acciones que habrá que decidir para alcanzarlo –el ideario- y el planteamiento de las acciones concretas para obtenerlo –la política-.

La izquierda en España hace largo rato que viene considerando que la historia y la contemporaneidad son objeto de esas reacciones de fortuna que marcan un orden objetivo de las cosas pródigo en incertidumbres y sujeto al arbitrio de la naturaleza, sin tener en cuenta que, como advertía Adorno, la naturaleza es estiércol.  La agenda de las teóricas fuerzas de progreso se sustancia en evitar un  mal y, por tanto, sujetas al cortoplacismo que reniega del ideario y de la misma política como instrumento de transformación social. El desmayo de la ideología en el ámbito de la izquierda por un pragmatismo resignado que admite como natural y, por tanto, como realidad inconcusa un estado de cosas que cuestiona en gran parte su posición así como su función en la sociedad y que produce un vacío narrativo que la aleja de la sociología que le debiera ser propia.

Los responsables de la izquierda deben comprender que limitarse a evitar un mal, es decir, ser un gesto de terciopelo ante una realidad irreversible impuesta por la derecha, les conduce a un escenario tan inapropiadamente ambiguo como distante de los auténticos problemas de la ciudadanía al carecer de un modelo claramente alternativo que configure otra realidad volcada a una sustancial transformación donde el poder económico no se constituya en el único posible, menoscabando la centralidad democrática, en beneficio de las élites y en contra de las mayorías sociales. No puede ser objetivo para los progresistas ser una corrección, un matiz, a la realidad impuesta por la derecha como naturaleza irreversible de las cosas, sino la voluntad de conseguir un bien, cuyo significado último no es otro que alzaprimar la ideología y los valores que propician un cambio profundo social y político transformador de una realidad que resulta tan contraproducente para el interés colectivo y que tanto dolor produce en amplios sectores de la ciudadanía.

La Transición, ¿pacto o complot?