martes. 16.04.2024

La República catalana y el Estado conservador español

El proceso soberanista catalán no supone un acto de ruptura con España, y aún menos contra España

El conservadurismo siempre es retroceso, que en este ciclo de agresivo declive se ha convertido en un trastorno reaccionario que no consigue organizar su propio caos. La política se convierte en una llegada al pasado, fundamentalmente porque consolida un sistema que funciona por la energía emanada de su propia descomposición. Ortega afirmaba que simplificar las cosas era, en muchos casos, no haberse enterado bien de ellas. Es cuando los problemas adquieren un sesgo que los desfigura en su centralidad subjetiva. Es en la superación de esta tesitura donde el problema debería adquirir el grado de madurez suficiente como para tomar una perspectiva adecuada a su posible resolución y evitar las categorías disciplinadoras de todo, un mundo hecho de sobreentendidos.

Hoy España padece esa decadencia donde el error es la consecuencia de imponer una realidad oficial ajena a aquellos intersticios donde, fuera de los frontones institucionales, fermentan las creencias, reprobaciones y usos sociales. La desafección de la ciudadanía, no a uno u otro partido sino al régimen en su totalidad identificado como la causa de todas sus desgracias, la esclerosis del sistema por sus malformaciones funcionales como consecuencia de la parcialidad de los órganos del Estado y la consecuente corrupción como elemento constitutivo del régimen, han supuesto una quiebra múltiple de la estructura política del país.

De esta forma, la crisis ancilar que padece la nación afecta a todos los espacios sensibles de convivencia cuyo deterioro es causado por un régimen político para el que resulta ilegible la realidad de la sociedad. Porque España antes que Estado es una vida original buscando su cauce. Es el poder del Estado frente al poder de la existencia y cuando es el Estado el que impone una forma determinada y artificial de existencia en lugar de ser cauce natural y protector de la forma original de vida que representa la idiosincrasia del pueblo y el hecho cultural que sustenta el factor constituyente de la nación, se produce aquello de lo que se lamentaba María Zambrano cuando escribía que la vida española se había resistido a la historia, y al hacerlo se había resistido a la vida. Había llegado a ser la vida que se niega a sí misma.

Un Estado, heredado en sus ensamblajes maestros del caudillaje, que mantiene como fines universales el de las minorías fácticas y, como consecuencia, de sesgo ideológico y sectario, es el origen de las graves tensiones territoriales que son parte sustantiva de la agenda polémica española. El Partido Popular anunció en su día que no habría reforma del modelo de Estado, pero sí del modelo de la Administración. Eso significaba simplemente la intención de desmontar el modelo territorial de las autonomías con la gran excusa antidemocrática que esgrime la derecha: la economía. No otra cosa puede desprenderse de la voluntad conservadora de “revisar, redimensionar y auditar” las “cuentas, competencias y estructuras” de las administraciones. De hecho José María Aznar insinúo un calado ideológico a estas propuestas teóricamente economicistas al propugnar una reforma del Estado que sirviera de freno a los “nacionalismos desleales” y “nos permita tener un Estado más ordenado.”

En este contexto, el proceso soberanista catalán no supone un acto de ruptura con España, y aún menos contra España; Cataluña no puede romper con parte de su historia y su cultura por sus vínculos, también sentimentales, con la realidad del resto de los territorios peninsulares. El nacionalismo catalán desde las bases de Manresa y pasando por Cambó y Maciá siempre ha tenido un proyecto político que se sustanciaba en una reforma del Estado español que supusiera una ruptura con sus adherencias constituyentes oligárquicas y autoritarias provenientes de un modelo histórico dominado por las minorías estamentales lo que le daba, y aún le da, un carácter ideológico y clasista incompatible con un Estado acogedor para la realidad política, social, territorial e identitaria del país. En realidad, es un proceso de ruptura que deroga el consenso de la transición para reclamar el compromiso como base de la vertebración del Estado, que podía haberse producido también en el ámbito social y político si no fuera por la desmovilización del mundo del trabajo y la incapacidad de las fuerzas de progreso de articular un modelo de Estado alternativo al prosélito de la derecha.

La República catalana y el Estado conservador español