jueves. 28.03.2024

La política después de la verdad

Lo estoicos se oponían a la guerra pero eran los primeros en tomar las armas si Atenas se veía amenazada porque pensaban que si Atenas era invadida se acabaría el estoicismo. Sin embargo, ¿acaso el estoicismo no había muerto cuando sus partidarios,  en contra de sus principios, iban a la batalla?  Es algo parecido a lo que nos indicaba Harold Rosenberg sobre el pop art como un arte publicitario que se publicita como arte que odia la publicidad. Quizá sean dos antecedentes de lo que hoy se denomina posverdad. El diccionario de Oxford ha definido esta palabra de moda de la siguiente forma: “relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”.  

La posverdad está en las mentiras de los que intentan atraer a la gente presentándose como lo que no son y prometiendo lo que no creen. Y lo grave es que la ciudadanía les tome en serio. El término fue usado por primera vez hace un cuarto de siglo en un artículo de The Nation sobre la primera guerra del Golfo. En su trabajo, el autor decía que lamentablemente el mundo occidental ha elegido libremente vivir en una especie de mundo de la posverdad, donde lo cierto como tal ha dejado de ser relevante.

Se trata de considerar la verdad como algo secundario. Es la vieja e irónica máxima del periodismo amarillista: no dejes que la verdad te estropee una buena noticia. Esta situación esconde un fenómeno de gran complejidad. The Economist explica que "la política posverdad es posible gracias a dos amenazas a la esfera pública: la pérdida de confianza en las instituciones que soportan su infraestructura -de la verdad social- y los profundos cambios en la forma en que el conocimiento sobre el mundo llega al público". Aunque no desaparecen, las instituciones que hacían posible una verdad compartida en una sociedad (la escuela, los científicos y expertos, el sistema legal y los medios de comunicación) están a la baja y, simultáneamente, suben los nuevos gatekeepers: motores de búsqueda y redes sociales. La banalidad y la mediocridad como instrumentos de conocimiento.

La política en una sociedad cerrada, sin grandes ideales, sin fuertes principios, con afianzado relativismo moral, es una política  de la posverdad. Vivimos un trance de fin de régimen semejo al de la sociedad borgoñona del cuatrocientos que padeció un pesimismo y una melancolía en gordo por el convencimiento de que la caballería y la idiosincrasia caballeresca, fuera de los convencionalismos cortesanos, estaban en contradicción con las realidades de la vida. Por ello, de todos los términos con el prefijo de lo que fue, definitorios del momento que estamos viviendo: posmodernismo, posdemocrático, es posible que sea la posverdad el que mejor retrata lo que hoy acontece.

Este estado de la posverdad es algo que a un idealista como el Quijote le sublevaría los humores. Por eso afea con un severo reproche a su escudero ese arregosto sin más a favor de las expectativas: “Bien se ve Sancho que eres villano, de los que dicen ¡viva quien vence! El Caballero de la Triste Figura sabía de lo que hablaba, ya que los auténticos molinos de viento se encuentran cuando los principios, sometidos a los agentes de la erosión, se oxidan, se alteran, cambian de sentido. Es el descarnado escepticismo de Francisco Pi y Margall cuando se lamentaba: “No hay entre nosotros escuela, no hay crítica, no hay lucha”.

La derecha está arrojando a amplios sectores de la ciudadanía al roquedal de la pobreza y la indefensión social mediante el non sequitur de lo irreversible, estultas ucronías y peregrinos argumentos, más extensos que profundos, que se arropan en la posverdad: “No me gusta lo que hago, no es lo que quería hacer, pero no tengo más remedio.” Los sinister interests no necesitan ya tener razones para llevar a cabo sus propósitos sino que les basta con ser inevitables. Los partidos políticos en España llegan al Gobierno, nunca al poder, y, aprovechando la crisis, el poder ha decidido que no necesita gobiernos, tan sólo consejeros áulicos, no en el sentido goethiano sino en el físico: que estén en la corte transmitiendo órdenes. La política, vacía de contenido, deviene en  gestualidad de parvenu a quien le ocurre lo que al hombre invisible de Ralph Ellison, que era invisible simplemente porque la gente no quería verlo.

La política después de la verdad