viernes. 29.03.2024

La perversa unanimidad

La democracia británica descansa en una sana paradoja: “we agree to disagree” (nos ponemos de acuerdo para discutir).

La democracia británica descansa en una sana paradoja: “we agree to disagree” (nos ponemos de acuerdo para discutir) y la armonía de la comunidad se basa en la controversia permanente. Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar “eso de la unanimidad.” Al escritor vasco, le daba lástima “un pueblo unánime, un hombre unánime.” La obsesión por lo unánime es siempre un sesgo conservador en España, que encierra la uniformidad impuesta para preservar un régimen de poder acomodado a los intereses de las minorías económicas y estamentales.  Desalojar del formato polémico cuanto no convenga al Ibex 35 y su embalaje político e institucional se ha convertido en el artificioso orden objetivo de las cosas y la corrección política. El consenso del pacto de la Transición trazó una gruesa línea donde la moderación se enmarcaba en una descentralidad con demasiado encorvamiento a la derecha. Lo posible se funda en un sistema que cada vez más permite, como dice John Gray, que “la mayoría de la gente renuncie a la libertad sin saberlo”.

Esta uniformidad cerrada, inclusive cuando parte de la aceptación teórica del diálogo, plantea, de inicio, la práctica imposible de su realización. En efecto, el diálogo abierto –en su sentido socrático o mayéutico- supone la aceptación de la autoridad racional, es decir, la premisa de lo revisable, opinable. El patrón de la conducta uniformadora propende a considerar toda revisión como una debilidad –centro medular de la autoridad inhibitoria y represiva- como una representación pública del fin del derecho. Más aún: el derecho es asimilado y transferido a lo puramente repetible y mecánico por el sólo hecho de estar codificado y que hace imposible la organización racional del debate por una constante apelación a la ley y el orden.

El socialista Luis Jiménez de Asúa, uno de los padres de la constitución republicana de 1931, afirmaba que el orgullo del pasado, el esfuerzo del presente y la esperanza del porvenir era lo que constituía una nación. Pero cuando el pasado es tan desigual para unos y para otros, el esfuerzo del presente tan desproporcionado y para amplios sectores de la población se nubla la esperanza del futuro, no es de extrañar que el régimen nacido de la Transición carezca de un proyecto atractivo de país más allá del blindaje de los intereses de las élites económicas y sociales. Ello ha propiciado que los grandes conceptos se hayan convertido en patologías a causa de la tendencia a la momificación y la anacronía que representa la falta de idealismo moral en la acción política. Esto ha conformando una sociedad amortajada, rendida al becerro de oro, unánime en el elogio al poderoso y de una atroz avenencia a la hora de condenar con dureza a aquel que osa desafiar al coro de panegiristas del poder.

La confianza del establishment en esa uniformidad sistémica impuesta como inconcusa y, por tanto, a la ficción de la inexistencia de alternativas a las políticas amables con el statu quo dominante, ha producido que la codicia de las minorías extractivas con motivo de la crisis económica, depauperando a las mayorías sociales y exiliándolas de la centralidad  democrática, metastice en una crisis moral,  institucional y política en la que más que España ya no sea cervantina, ni crea en el amor platónico, la dignidad y la lucha por los valores inalcanzables que diagnosticara Albert Boadella, que también, se ha instalado la vieja y dramática sentencia decimonónica de Silvela: España no tiene pulso. El filósofo americano Stanley Cavell escribió que la democracia es una cuestión de voz. Se trata de que cada ciudadano pueda reconocer en el discurso colectivo su propia voz en la historia. Sin esto no hay política, sólo gestión, o gobernanza como se dice en los ámbitos económicos, y sin política, la democracia pierde sentido.

Todos los resortes que el régimen del 78 implementó para que la unanimidad de la alternancia en el poder impidiera la ruptura de su estrecho concepto democrático actúan después de las últimas elecciones generales con una clara plasticidad. El sistema electoral minusvalora el voto popular, el Senado se erige como ente de bloqueo del Congreso de los diputados, todo ello, para no desvertebrar la democracia de baja intensidad donde el ciudadano, en palabras de Marco Revelli, es destinatario de las decisiones de las que no participa. Es el resultado de unas categorías políticas que en su afán de control reducen al mínimo el espacio de lo realmente posible. La crisis sistémica que padecemos, la bulla poselectoral sobrevenida para formar mayorías parece que no se inclina por asumir un proceso de reflexión compartida, sino por asegurar que los privilegios adquiridos queden intactos.

El franquismo respiraba en el crepúsculo de las ideologías que Gonzalo Fernández de la Mora convirtió en ideología autoritaria y del apoliticismo de derechas como tan inteligentemente lo definió Perich, cuyas excrecencias seminales supo el caudillaje dictatorial transmitir en lo que se denominó la Transición. Para las élites económicas y financieras el poder es su dominium rerum. Los hombres son distintos, sus ideas, pero el poder siempre es el mismo y tiende insensiblemente a concentrarse, no a difundirse. La dictadura no compartió el poder, lo transformó en el contexto de un sistema que supusiera un abanico ideológico que no chocase con sus intereses económicos y sociológicos. Lo que en la época canovista se llamó “partidos dinásticos” ahora eran “partidos de gobierno” cuya condición adquirían admitiendo que los problemas no se relacionarían con debates básicos de filosofía e ideología, sino con medios y arbitrios.

Y todo ello en la búsqueda de esa mediocre y perversa unanimidad de la que se lamentaba Francisco Pi y Margall cuando decía: “No hay entre nosotros escuela, no hay crítica, no hay lucha”.

La perversa unanimidad