jueves. 28.03.2024

Pensamiento y mediocridad

La Transición en España supuso un receso democrático, no su implantación, para no cambiar el régimen de poder, todo ello articulado mediante el denominado consenso...

En el Caín de Byron, el fratricida protagonista le pregunta a Lucifer si es feliz y el viejo ángel caído le responde: no, pero soy poderoso. El poder siempre configura una realidad absoluta en las sociedades débilmente vertebradas. Un poder que carece de fines que no se enmarquen en su expansión y mantenimiento, descartando la chasse au bonheur (la caza de la felicidad), que, según Stendhal, es la gran ocupación de la vida. Es por ello, como nos advierte Adorno, que la sociedad industrializada presenta una estructura que niega al pensamiento su tarea más genuina: la tarea crítica. En esta situación, la filosofía se hace cada vez más necesaria, como pensamiento crítico para disipar la apariencia de libertad, mostrar la cosificación reinante y crear una conciencia progresiva. Hannah Arendt recordaba lo importante que es para el ser humano ser dueño, responsable de sus propios actos.

Pero cuando el poder en una sociedad se configura en su estado más natural y confortable como es la vertebración oligárquica, la mediocridad supone la garantía de su permanencia. La misma Arendt comprendió en todos sus entresijos la banalidad del mal escuchando las declaraciones del gris y mediocre nazi Adolf Eichmann cuyos principios se sustentaban en complacer a sus superiores como burócrata ausente de moral que sólo actuaba porque se lo ordenaban. Para Robert Michels, en su  ley de hierro de la oligarquía, afirma que los puestos partidistas viven en la opacidad, los medios de comunicación saturan de información a las personas, las pirámides de mando y liderazgo se vuelven gigantescas, los sistemas electorales se diseñan de tal manera que ya no importa si los partidos tienen seguidores o no, las burocracias partidarias construyen el aparato legal que garantice su permanencia en los escaños parlamentarios y burocráticos con ello aumentando su capacidad para consolidar su posición, así como el ejercicio del poder que les reditúa en más poder.

La Transición en España supuso un receso democrático, no su implantación, para no cambiar el régimen de poder, todo ello articulado mediante el denominado consenso, que representó la muerte de la libertad de pensamiento. Este ámbito caliginoso hacía que Unamuno abominara de los pueblos unánimes. La crisis institucional, política y moral que padecemos supone la quiebra del régimen nacido de la Transición sin que la renovación desde dentro pueda ir más allá del simple atrezzo ya que en el caso de los partidos políticos tienen que someterse a la coherencia de su participación en el sistema. La vida interna partidaria prescinde del pensamiento y de la misma política, considerada ésta como una creación permanente mediante ideas sustentadas en valores, convirtiéndose en una simple lucha clientelar por espacios de poder orgánico. Ello consolida un empobrecimiento cultural e ideológico que empobrece a su vez el país y la vida pública.

Y sin embargo, el atolladero en el que la nación está sumida sólo podrá ser sobresanado devolviendo el poder a los auténticos titulares, es decir, a la gente común; regenerando la política para convertirla en lo que debe ser, una pulsión del bien público regida con lucidez, en palabras de Azaña, y democratizando con amplitud y sin excusas todos los intersticios de la vida pública española, desde las instituciones hasta los partidos políticos.  De lo contrario seguiremos envueltos en esa patología de lo decadente que sufre todo aquello que no puede vivir sino extinguiéndose. Es, recordando los versos de Luis Rosales, como si de pronto despertaras y te encontrases muerto.

Pensamiento y mediocridad