viernes. 29.03.2024

Pensamiento crítico y esnobismo

La política, como la física, tiene leyes que no se pueden infringir, o al menos, no se pueden infringir impunemente.

Decía Azorín que tener estilo es no tener estilo; el gesto de imitar siempre es una suplantación que maltrata el genio de una personalidad diferenciada y genuina. Balzac, por su parte, estaba convencido de que la mediocridad no se imita, pero es que Balzac no era español. Hay un decaimiento de la vida pública que salpica a la sociedad con estereotipos y un exceso de esnobismo que supone la abolición de lo trascendente en todo aquello que de trascendente debía tener el espacio vital y cívico de la ciudadanía.

La política, como la física, tiene leyes que no se pueden infringir, o al menos, no se pueden infringir impunemente y la imitación o suplantación de la política por los excesos de la tecnocracia o la frivolidad sustanciada en orillar todo conflicto social y ético, representa una severa quiebra de la centralidad democrática del sistema. Para Aranguren, sería cómodo para el político poderse instalar, de una vez para siempre, “más allá del bien y del mal”, en la paz de quien ha eliminado toda posibilidad de conflicto moral, todo sentido trágico –trascendente- de la existencia. Sería cómodo, pero es imposible.

En el fondo, una sociedad sin pensamiento crítico acaba convirtiéndose en un estruendoso silencio. Y no es solución fundamentar el acto político en las excrecencias colaterales de los auténticos conflictos que se ignoran. Una sociedad decadente es siempre aquella que se priva de pensar en grande, de mirar lejos, de ser parte de la vida, o mejor dicho, ser la vida misma defendiéndose.

Asistimos en España a la quiebra de un sistema donde el error es la consecuencia de imponer una realidad oficial ajena a aquellos intersticios donde, fuera de los frontones institucionales, fermentan las creencias, reprobaciones y uso sociales. En realidad, asistimos a una privatización generalizada de todos los ámbitos donde el civismo o el demos pudiera tener algún protagonismo. Es la suspensión drástica de la ciudadanía y la capacidad del Estado y la sociedad de regularse mediante principios éticos para circunscribir todos los asuntos morales y políticos a una cuestión de recursos inspirada en la equívoca ideología que se oculta bajo la máscara de teoría científica. El Estado mínimo y la democracia limitada son los instrumentos para evitar cualquier tipo de redistribución de la riqueza y empobrecer a amplias capas de la población.

La razón no puede estar más tiempo sin ideología. El tópico sobre la “banalidad del mal” se ha revelado como carente de sentido: el mal se muestra en la desnudez de su monstruosidad arrebatando al ciudadano su libertad, sus derechos, su propio proyecto de vida, sus recursos materiales a favor de unas élites económicas y financieras que reclaman la impunidad de sus beneficios en la consolidación de una sociedad cerrada que disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia, privada y pública.

Sabemos que el capitalismo es una relación social que conlleva la expropiación del hacer, del trabajo y de la vida de los otros y que el trabajo lo personifica la parte humana que es expropiada de su hacer para sí misma y, sin embargo, en pocas ocasiones como ahora el conflicto social y moral que ello supone se ha visto tan ignorado y sometido a la expulsión del debate público. Como nos advertía Foucault, la verdad es la lucha de las interpretaciones y la interpretación de la ideología postmoderna se ha convertido en verdad inconcusa a falta de un pensamiento crítico progresista. La izquierda no puede ser por más tiempo la versión esnob del conservadurismo ni el rostro humano de un sistema que niega a su sujeto histórico y, por tanto, su posición y función en la sociedad.

Es un error que el espacio intelectual y ético de las fuerzas de progreso consista en la transformación de un simple estado de ánimo en un factor de afiliación política, sino que debe contener una visión alternativa de sociedad donde la democracia social, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la centralidad del poder político de la ciudadanía no sean una fantasmagoría retórica. El interés general es un concepto muy relativo. Siempre beneficia a unos más que a otros. Y los beneficiarios son precisamente los que tienen poder para interpretar la verdad de que su interés propio representa el interés general. Pero el auténtico sentido de la política democrática es dar voz a los que no tienen otro poder que el voto. Y configurar de este modo una idea del interés general que no sea patrimonio de unos pocos. En caso contrario la democracia se convierte en un simple proceso estadístico.

Pensamiento crítico y esnobismo