viernes. 19.04.2024

Nadie apagó la "Lucecita del Pardo"

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Manifestación de "afirmación nacional" en la Plaza de Oriente, el 17 de diciembre de 1970

En los tiempos de la “Lucecita del Pardo” -la luz del despacho de Franco nunca se apagaba para demostrar que el dictador velaba día y noche por el bien de España- Montesquieu era un judeo-masónico peligroso a cuyo sepulcro el caudillismo le había echado siete llaves como Joaquín Costa a la tumba del Cid o en el Apocalipsis el libro de los “siete sellos que nadie podía abrir. El poder que la lucecita del Pardo iluminaba era unívoco.

En efecto, Franco conservó hasta su muerte, lo que Ángel Viñas ha denominado con cierta sorna el Füherprinzip “la suprema potestad  de dictar normas jurídicas con carácter general.” Sin embargo, esta unidad de poder y diversidad de funciones como vertebración del ejecutivo, legislativo y judicial, no impedía que la cochura caudillista fuera considerada un Estado de derecho.

Carrero Blanco afirmaba en un discurso pronunciado el 21 de octubre de 1970 ante el Pleno de las Cortes “La libertad política no consiste en hacer lo que cada cual se le antoje. En un  Estado de Derecho, es decir, en una nación donde imperan las leyes, la libertad no puede consistir más que en poder hacer lo que es lícito y en no verse obligado hacer lo que no se debe.” Lo que, a pesar de todo, no deja de ser una boutade con cierto sesgo de actualidad.

Las Cortes, los tribunales, el ejecutivo tenían diferentes tareas, pero siempre mirando a la lucecita del Pardo. Franco fue finalmente vencido por la biología, derrota que padeceremos todos, pero el Estado, los intereses y las influencias fácticas a las que cobijaba la arquitectura del régimen, superó el trance con ese enjalbegado llamado transición. Se trataba de una versión posmoderna de la restauración canovista y en ambos sistemas podemos percibir regímenes cerrados, basados en partidos dinásticos, fuerte clientelismo, reparto de favores, extensas estructuras caciquiles y una prensa adherida a los poderes fácticos. Una democracia es en esencia un régimen de poder, no puede ser otra cosa. La transición no supuso una transferencia de poder, ni siquiera una reordenación o reafiliación del Estado en cuanto a la universalidad de sus intereses y propósitos, sino que fue una puesta al día de la voluntad testamentaria de Franco.

El conflicto crítico que ha derivado en una quiebra institucional de la misma identidad del poder –la instauración de una brecha visible entre el poder fáctico y el poder nominativo- favorece esa capilaridad que desborda la hipotética independencia de las potestades del Estado, con la politización de la justicia o la judicialización de la política, en unas transferencias tóxicas que subvierten la vida democrática.

La ilegibilidad por parte de los tribunales europeos de las resoluciones judiciales españolas con respecto al “procés”, vienen a demostrar, se quiera o no, que existe una incisura conceptual evidente en elementos muy sensibles de la vida pública de nuestro país con respecto a las naciones de nuestro entorno.

Todo ello, no resulta extravagante si tenemos en cuenta que la transición supuso que el agente del cambio fuera el Estado y no la sociedad, y que los derechos y libertades nacieran de la concesión de un Estado constituido y no los derechos y libertades motores de un Estado constituyente. Un concesión y no una conquista hace que los derechos cívicos individuales puedan ser revocados, restringidos, que el poder no sea distribuido y que la implementación política se compadezca con una uniformidad que configure la alternancia en el gobierno como sustitutivo de una verdadera alternativa entre opciones partidarias. Norberto Bobbio advertía que la democracia no se sustanciaba en el hecho de votar, sino en que el ciudadano pudiera elegir entre auténticas alternativas.

El dominium rerum, el dominio de las cosas, el poder, siempre es el mismo y tiende a concentrarse, no ha difundirse y en todos los casos a lo incondicionado.Es,por ello, que el poder fáctico de las minorías influyentes, menoscaba el democrático de la ciudadanía. Los representantes electos no adquieren su condición efectiva de la función para la que han sido elegidos si no acatan al poder constituido, aunque su ideología sea contraria al mismo.

Hemos visto al bloque de derechas en las sesiones parlamentarias calificar de ilegales por su ideología a diputados elegidos democráticamente amparándose en un poder fáctico que impone su hegemonía cultural retardataria y conservadora que impregna todo el ámbito institucional. Esto conlleva una precarización democrática que es una forma de negación de lo político, lo cual deja a la izquierda sin espacio ideológico, ya que para la izquierda, la única forma de ser efectivamente universal –que sus ideas e intereses sean considerados los generales del bien común- es aceptando el carácter radicalmente antagónico –es decir, político- de la vida social. La gestión tecnocrática y las ideologías fragmentarias de identidad y modos de vida no son todo el camino por recorrer.

Nadie apagó la "Lucecita del Pardo"