viernes. 19.04.2024

La impopularidad de la monarquía española

corona

La monarquía española no se encuentra en su mejor momento en cuanto al grado de popularidad entre la ciudadanía. El CIS ha venido a confirmar el desapego cada vez más creciente entre el poder arbitral del Estado que encarna el monarca in gratia Dei y una cada vez mayor número de ciudadanos en los que deberían sustanciarse la centralidad democrática si no fuera porque en la llamada transición no hubo ni una redefinición ni distribución de un poder que procedía de conglomerado de intereses del caudillismo y cuyo albacea, heredero y administrador por propia designación del insomne de la lucecita del Pardo, era Juan Carlos Borbón y Borbón.

Enseñó Hobbes -en el Leviatán- que el Estado se basa en el monopolio de la violencia. Pero antes del monopolio de la violencia, hubo de existir la violencia para monopolizarla. Y antes del rey, y de la Agencia Tributaria, estuvo la banda de extorsionadores y saqueadores. Al final, la cualidad y calidad de las distintas etapas históricas dependen de los equilibrios de poder que a su vez definen las hegemonías culturales del Estado. La guerra, civil -financiada por contrabandistas y estraperlistas- la posterior represión sobre las mayorías populares por parte de la fáctica influencia económica y estamental, produjo la generación de un poder absoluto sin contrapeso alguno que daba plena impunidad a los albaceas de dicho régimen, situando la monopolización de la violencia en el primitivo escalón de saqueo que fue el poder que gerenció la transición para mantenerlo vivo en una nueva bambalinas posfranquistas.

El emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España era un reino y él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la inviolabilidad de su real persona lo que, como a Franco, lo hacía intocable hiciera lo que hiciera

Es esta concepción primitiva del poder del Estado, L'Étatc'est moi, la que ha inspirado el comportamiento y la actitud nada ejemplar del rey emérito cuando encabezaba el poder del Estado. La absoluta impunidad que el régimen le concedía dejaba a su disoluta voluntad y a su irrefrenable ambición material conductas muy contraproducentes con la ética y la estética que debería corresponder a su alta magistratura. El emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España era un reino y él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la inviolabilidad de su real persona lo que, como a Franco, lo hacía intocable hiciera lo que hiciera, un reducto feudal de los señores de horca y cuchillo poco compatible con la democracia. Una explosiva ligereza en su vida privada y su afanosa actividad de comisionista condujo a unos episodios escandalosos que produjeron que tuviera que abdicar en su hijo el actual Felipe VI. El hoy monarca, sin una nueva concepción constituyente del poder, no puede poner distancias ni corta fuegos con respecto a su emérito padre con extraños rechazos a herencias o borrándose de cuentas bancarias comunes o quitándole la asignación monetaria del Estado a su emérito progenitor, puesto que le es imposible descalificar al régimen de poder que representa, a la monarquía, y menos aún a su propia línea dinástica porque él es la consecuencia de todo eso: de las características primitivas de ese poder, de la impunidad de su ejercicio y tampoco puede descalificar al desprestigiado rey fundante del mito de su propio poder.

El relato panegírico, a modo de agipro monárquico, que acompañó a toda la transición sobre una especie de mito del “rey pastor”, que devuelve la libertad a su pueblo, que defiende esa libertad en el 23-F -cuyos entresijos resultaron bien distintos- ha caído desacreditada hasta la ridiculez por la falta de ejemplaridad del protagonista. La falta de ejemplaridad conduce a una sociedad donde se han abolido los ideales, los sueños de dignidad, de respeto a la vida y de convivencia pacífica entre las personas, a enfangarse en intereses individuales y grupales y pierde el sentido del bien vivir en común. Es la instauración del plebeyismo, recurriendo a Ortega, como consecuencia de la democracia morbosa. Plebeyismo en cuanto a la carencia de altura de miras, de principios, de la política concebida como un impulso ético encaminado al bienestar colectivo. Como afirmaba el historiador británico Thomas Macaulay, “Aquel que desee conocer hasta qué punto se puede debilitar y arruinar un gran Estado, debe de estudiar la historia de España.”

La impopularidad de la monarquía española