viernes. 19.04.2024

El gobierno de una izquierda sin complejos

Un gobierno, previo a su sesgo diacrónico, es siempre una teoría ideológica, o al menos cierta homogeneidad conceptual del entorno en el que actúa y la finalidad de su propia existencia. En este contexto, no existe la neutralidad, pues no está en la esencia de las propias funciones ejecutivas.

Por ello, la eficacia y bondad política de un gobierno siempre será la consecuencia de la coherencia entre la teoría, es decir, la característica ideológica  con la que se posiciona en el imaginario colectivo y la naturaleza de sus acciones. Esto condiciona un principio incuestionable de idoneidad que se compadece más con una claridad de criterio ideológico de sus miembros en el ámbito de sus responsabilidades que cualquier otro repertorio de habilidades tecnocráticas.

¿Cómo tomarían los electores una repetición de los comicios por una mala lectura de la voluntad cívica?

Cualquier disgregación de esta praxis conceptual supone lo que en Francia llaman "entropie représentative", término con el que se alude al deterioro de la relación entre electores y electos, donde la ciudadanía se encuentra enclaustrada en una dimensión de consumidores políticos, desencantados ya respecto de la posibilidad de controlar de alguna manera, directa o indirectamente, los mecanismos de las decisiones públicas.

Las últimas elecciones generales en España configuraron un mandato ciudadano en un claro sentido de que los múltiples y severos problemas que afectan a la vida pública española deben afrontarse desde un modelo dialéctico y político de izquierdas. Esto supone a su vez la desautorización a un conservadurismo de trincheras, autoritario y poco sensible con los procesos democráticos.

El político democrático sabe –o debe saber- que al ejercer el poder lo está negociando. Para una mente autoritaria, empero, el político es un paradigma y la historia una sucesión de hechos incontrovertibles porque no se permite una argumentación alternativa. Para el político democrático, la historia es una transacción y cada una de sus secuencias constituye una crisis. De modo que la democracia en sí misma es una crisis. El estado natural de la democracia es un estado crítico. Es el gran dilema del conservadurismo, y su estrategia más querida, identificar crisis con debilidad y no como proceso. Es la abolición de la política como instrumento de organización cívica de la convivencia y la hostilidad contra el disidente como estado permanente de la actividad pública. Es por ello, que en el caso catalán la interinidad, bajo la estrecha cosmovisión conservadora,  puede hacerse crónica. Se puede buscar en el mantenimiento del conflicto, convertido ya en forma de normalidad, la manera de neutralizarlo.

Ciudadanos, en crisis de identidad, no tiene margen para veleidades centristas

Cuando los problemas políticos dejan de estar en el ámbito de la política la vida pública entre en una espiral de descomposición democrática donde las relaciones de poder sólo se plantean en términos de vencedores y vencidos, de uniformidad ideológica y abolición de la disidencia. Se concentra, de este modo, el régimen político en una etapa histórica en la que ya es imposible la reconstrucción de la convivencia en parámetros de pluralismo y tolerancia. A ello hay que añadir, para que la decadencia sea total, que es un régimen, por si lo habíamos olvidado, que ha ejecutado una devaluación de salarios y expectativas sociales bajo una lluvia constante de escándalos de corrupción. Y como instrumento de resistencia sistémica,  el lenguaje orweliano donde performativamente se limita la democracia en nombre de la democracia, se empobrece a la gente en nombre del bienestar de la gente, donde la violencia la ejercen las victimas y que sirve a las minorías dominantes y su aparato político y mediático para delimitar los asuntos no opinables ni sujetos a formato polémico.

Es por ello, que se presenta para Pedro Sánchez un pormenor complejo, al tener que asumir su propia victoria electoral como un mandato ciudadano para que las poliédricas tensiones que padece el país sean tratadas desde una mirada nítidamente progresista y las apelaciones desde la misma cúpula socialista a que las fuerzas conservadoras faciliten la investidura, lo que supondría intentar la gobernabilidad mediante una clara desatención a la voluntad cívica expresada mediante sufragio. Una solicitud, por otra parte, estéril por la negativa de los conservadores con un PP, en fase de recuperación de autoestima, que no está para concesiones. Ciudadanos, en crisis de identidad, no tiene margen para veleidades centristas. El monotema y los delirios de Rivera le han llevado donde está y ahí se enrocará porque cualquier cambio pasaría por sustituir al líder.

Todas estas dudas que transmite el presidente en cuanto a apoyos e incluso con la velada admonición de repetir comicios se deben al menos a cuatro eventualidades: el temor a una sentencia dura del Supremo, el miedo a la reacción de una parte de las élites económicas (las que han hecho del populismo el demonio del siglo XXI), la incomodidad por las fábulas mediáticas sobre su dependencia del independentismo, y la fascinación por el cuento macroniano, de derechas y de izquierdas a la vez, a riesgo de no ser de ninguna parte. ¿Cómo tomarían los electores una repetición de los comicios por una mala lectura de la voluntad cívica?

El gobierno de una izquierda sin complejos