martes. 23.04.2024

El futuro de Tamara

Tamara falleció, junto a sus padres, en Alcalá de Guadaíra (Sevilla) a los catorce años de edad porque tuvo la mala suerte de nacer en una familia...

Tamara falleció, junto a sus padres, en Alcalá de Guadaíra (Sevilla) a los catorce años de edad porque tuvo la mala suerte de nacer en una familia trabajadora y en una época en que el orden objetivo de las cosas radica en que la sociedad no existe, sólo individuos enfrentados desigualmente entre sí para que unos pocos exploten, hasta la muerte si es necesario, a las mayorías que esas élites han convertido en desfavorecidas. Porque Tamara murió porque no tenía nada decente que comer. Todos ignoran el dramatismo del conflicto social que está incrustado en todos los intersticios de nuestra sociedad cada vez más desvertebrada e injusta. El cambio se ha convertido en cambio generacional, la igualdad en una cuestión de identidad, la libertad en una orientación sexual, pero Tamara murió porque no tenía nada para comer. Nació en una sociedad y en un tiempo donde se han abolido los valores de la ética social y la solidaridad. Donde se dice que las cosas funcionan cuando los ricos son más ricos y los pobres más pobres. Es una muerte sin excusas, de la que todos somos culpables.

El ciudadano espera que se le diga: yo existo porque tú existes, la injusticia que tú padeces es la mía. Y sin embargo, siempre percibe la misma actitud de los que tienen el Auschwitz social como utopía: yo existo en tu inexistencia, yo soy en cuanto tú no eres. Porque yo tengo intereses y no principios y mi plenitud consiste en tu cosificación, en tu decadencia y anulación como ser humano. Decía Bertolt Brecht que hay muchas maneras de matar: pueden meterte un cuchillo en el vientre; quitarte el pan; no curarte de una enfermedad; meterte en una mala vivienda; empujarte hasta el suicidio; torturarte hasta la muerte por medio del trabajo. Como en aquellos versos de Daniel Viglietti: me matan si no trabajo y si trabajo me matan, siempre me matan. El darwinismo social no repara en gastos morales, los desfavorecidos no tienen razón de ser.

Hegel sobrevuela el solar español con aquella rotunda afirmación de que la historia marcha por su lado malo, tan semeja a la dramática confesión de Gil de Biedma cuando se lamentaba que la historia de España es la peor de todas las historias porque acaba mal. La vida pública transita por la irracionalidad de un Estado fallido que condiciona el acto político a los intereses minoritarios de las élites económicas y financieras hasta extremos dolorosamente perniciosos y dramáticos para las clases populares. Empobrecer a amplios segmentos de la población, comprometer la misma supervivencia de los más desfavorecidos reduciendo al mínimo las prestaciones sociales y las pensiones, empujar hacia la exclusión a millones de personas a las que se les niega un trabajo con el que se puedan ganar la vida o incluso la imposibilidad de llevar una vida digna a quien tiene un empleo, son la consecuencia de la inmoralidad convertida en eficacia tecnocrática a favor del beneficio de las oligarquías.

La dictadura de la rapiña se convierte en una realidad impuesta como inconcusa. Para Ortega cuando se volatilizan los demás valores queda siempre el dinero, que, a fuer de elemento material, no puede volatilizarse. O, de otro modo: el dinero no manda más que cuando no hay otro principio que mande. Quizá no sea casual que haya aparecido en este tiempo el esqueleto de Ricardo III hallado en un aparcamiento de Leicester, y a quien la historia señaló como un hombre desagradable, ambicioso, cruel y sin escrúpulos, que, como Creonte, anteponía su soberanía a cualquier otro valor.

El poder del dinero se ha encargado de anestesiar cualquier principio que pudiera anteponerse a su imperante influencia. Decir que las ideologías resbalan sobre la sociedad, que la dejan intacta, que son expectoradas por ella, ha sido una trampa de la ideología más ingeniosa de todas, la ideología de la no-ideología. Es un intento de convertir en flatus vocis cualquier consideración política, metafísica o ética como orientación de la vida social y que los ciudadanos no descubran, en palabras de Ezra Pound, que esclavo es aquel que espera por alguien que venga y lo libere. La estrategia de las élites económicas-financieras es arrojar a las mayorías sociales a la necesidad, necesidad material y la necesidad que surge de la carencia de alternativas. Nuestra vida, volviendo a Ortega, es en todo instante y antes que nada conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más de una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien pura necesidad. Esa necesidad que a veces nos cuesta la vida.

El futuro de Tamara