viernes. 19.04.2024

Funeral de Estado

En la catedral de la Almudena flotaba el añejo chantaje de “nosotros o el caos” con la garantía para las élites...

El solemne funeral estaba sumergido en el complejo Amenábar, el que hace que pensemos que los muertos siempre son los otros.

El funeral de Estado por Adolfo Suárez recreaba caliginosamente aquellas líneas que escribió Anna Seguers en su relato “La excursión de los niños muertos” cuyo tenor proclama: “Los fantasmas existen y viven en nosotros, son el pasado, aquello que fuimos.” La atmósfera, el atrezzo y la iconografía simbólica resultaban tan decadentes que se llegaba a percibir que lo más vivo era el difunto. Adolfo Suárez, con la fe de un converso, acabó creyéndose la siempre pendiente regeneración de España para sobresanar el viejo estigma que Joaquín Costa definía como oligarquía y caciquismo, hasta que, de la forma más dolorosa posible, los poderes fácticos le hicieron ver que no había entendido adecuadamente el sentido de la Transición. Decía Azorín que vivir en España era hacer siempre lo mismo, consecuencia de esa comodidad que tiene la derecha carpetovetónica para avanzar hacia el pasado implantada como anomalía estructural de la sociedad y que comparte carácter con el diablo de Goethe: un espíritu que siempre niega. El vocablo “siempre” en la reflexión del escritor alemán adquiere un sesgo determinante por cuanto refleja una impertinente recurrencia, una monotonía aviesa en la actitud. En el caso del conservadurismo español el corolario de ello es una voluntad de infernar la historia.

Karl Mannhein revela cómo el pensamiento de los grupos dirigentes puede estar tan profundamente ligado a una situación por sus intereses que les incapacite para percibir los hechos que impugnarían su sentido del dominio. En determinadas situaciones, nos sigue diciendo Mannhein, el inconsciente colectivo de algunos grupos oscurece la percepción real de la sociedad, y de este modo tenebroso cree estabilizarla. Por esto, el funeral fue el daguerrotipo de esa fantasmagoría de la que se lamentaba Gil de Biedma en aquellos versos que gritaban: “De todas las historias de la Historia/sin duda la más triste es la de España/porque termina mal.” La Iglesia de la cruzada recorría los viejos territorios guerracivilistas. De todas formas nada ni nadie ha derogado esa nación color sepia que Rouco nos recuerda. Ya se advirtió por sus artífices que la Transición no era otra cosa que pasar de la legalidad a la legalidad y la supuesta legalidad de la que se partía no era sino la enorme ilicitud del golpe de Estado que dio comienzo a la guerra civil y supuso el fin traumático de las libertades republicanas y una dramática represión posterior. De hecho, el monarca sancionó y no juró la Constitución puesto que ya había jurado las Leyes Fundamentales del Movimiento, el único origen de su mandato.

En la catedral de la Almudena flotaba el añejo chantaje de “nosotros o el caos” con la garantía para las élites influyentes de que en ambos casos siempre son los mismos y para que no hubiera dudas sonó el himno nacional de un Estado aconfesional durante la consagración. Porque al final L'État, c'est moi y más allá de la Monarquía, la Iglesia, la banca y las grandes fortunas el Estado tienen horizontes muy limitados. La España oficial lejos de la intemperie del paro, la pobreza, la marginación, la exclusión y la angustia de los despojados de todo, hasta de la capacidad de sobrevivir. Pudo percibirse en el templo el aroma del poder como patrimonio y privilegio, inmutable bajo las notas de los tedeums del miedo y la imposición.

El funeral de Estado estaba sumergido en el complejo Amenábar, el que hace que pensemos que los muertos siempre son los otros.

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