jueves. 28.03.2024

El fascismo posdemocrático

Cuando Joaquín Romero Murube, poeta y director-conservador del Alcázar hispalense,  recibió en Sevilla a Filippo Tommaso Marinetti, el artífice del movimiento futurista, germen metafísico del fascismo, se vio sorprendido por las propuestas del italiano cuya cosmovisión de un mundo nuevo se compendiaban en un original y atrevido entendimiento estético: “un automóvil rugiente, que parece correr como la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.” Marinetti proponía, entre otras cosas no menos jocundas, quemar todas las góndolas  y “rellenar los apestoso pequeños canales”de Venecia  “con las ruinas de los palacios desmoronados y leprosos” o convertir las plazas de Florencia en aparcamientos.

El movimiento de Marinetti poseía en su germen unos elementos psicoideológicos que se conjugaron para que el populismo fascista construyera una violenta iconoclastia avant la lettre a la implantación de una simbología-afiche cuya estética ideológica se compadecía con la deslegitimación de una realidad compartida para imponer una realidad interpretada a través del mito. Otro inspirador del fascismo como fue Georges Sorel, a pesar de su teórica filiación marxista, creía que los individuos participaban en los movimientos sociales que forman la historia siguiendo la guía del “mito.” Estos “no eran descripción de cosas, sino la expresión de la voluntad”, eran “sistemas de imágenes” que se correspondían con la realidad básica de una ideología.

En el contexto de esa voluntad plástica podemos interpretar el asalto al Capitolio de Estados Unidos por los partidarios del entonces presidente Donald Trump. Durante los últimos cuatro años, la Casa Blanca ha venido impugnando todos los elementos de significación democrática, desde la prensa hasta las instituciones no dependientes del ejecutivo, que no aceptaran la realidad interpretada por la megalomanía autoritaria del presidente. Ello ha supuesto un intento de deslegitimación desde la presidencia del resto de los órganos estatales y, por tanto, de la propia estructura política constituyente de la nación y que ha tenido como corolario que los asaltantes del Capitolio prefirieran las mentiras de un candidato que no aceptaba la derrota a las resoluciones de la justicia. La democracia se convierte entonces en un simulacro que sólo es válido para el populismo si la ciudadanía elige sus propuestas.

Decía Ortega que el fascismo obtenía su fuerza de algo ajeno a él: la debilidad de los demás. En la Italia de los años veinte del siglo pasado la izquierda fue incapaz de oponerse al fascismo fundamentalmente por la falta de habilidad socialista para mostrarse de acuerdo con su propia política. Hogaño, durante las últimas décadas, a través del proceso de “globalización”, hemos asistido a la progresiva asimilación entre los dos polos del eje izquierda-derecha, hasta el punto de que ambos bloques ideológicos han perdido su contenido político y social para asumir el encargo de una gestión supuestamente neutra (“gobernanza”), tomando como guía los mandatos de “modernización” y “eficacia”. Esta decadencia de la política democrática promueve otro fenómeno consustancial al populismo fascista: el mito de unos valores de orden superior a la voluntad mayoritaria de la sociedad y a sus necesidades reales y que sólo son interpretables e implementables desde una visión providencialista.

En España el fascismo, o su versión patria castiza y carpetovetónica, nunca fue vencido ni siquiera amonestado; los jueces que el viernes salieron del Tribunal de Orden Público (TOP) para pasar  el fin de semana en sus casas el lunes ocuparon sus mismos despachos en la Audiencia Nacional (AN); los policías de la Brigada Político Social siguieron en las comisarias para, algunos de ellos, ser condecorados por la democracia por sus servicios; los antiguos ministros de Franco organizaron la derecha democrática; el jefe del Estado fue el que el caudillo había preparado desde la infancia para tan alta función; como dijo Azaña de la revolución desde arriba de Joaquín Costa: una revolución que deja intacto al Estado anterior a ella es un acto muy poco revolucionario.  Es por lo que el conservadurismo español, siempre teñido de sepia, desde un Estado estamental y patrimonialista asume como hostilidad la realidad diversa de España.

Para este conservadurismo populista su concepto ideológico de nación no admite predicados ni antagonismos y todo aquello que se sitúe fuera de su elemental metafísica es, consecuentemente,  parte de la delincuencia política, ya que la patria conservadora es un valor superior para la derecha al voto popular que refrenda el acto político de sus adversarios en la vida pública. El Trumpismo, tiene una vieja tradición en España, quizá, porque, como dijo Azorín, vivir aquí es hacer siempre lo mismo.

El fascismo posdemocrático