martes. 19.03.2024

La falsa ejemplaridad de un rey

En uno de los capítulos de su obra “El espectador”, Ortega y Gasset reflexiona sobre el tema del liderazgo, al que define como “la excelencia, la superioridad de cierto individuo que produce en otros, automáticamente, una atracción, un impulso de adhesión, de secuacidad.” Sin embargo, lo más frecuente en este escenario de posverdad es que frente a la auténtica ejemplaridad exista una ejemplaridad ficticia e inane. Una y otra se diferencian, por lo pronto, en que el hombre verdaderamente ejemplar no se propone nunca serlo. En el falso ejemplar la trayectoria espiritual es de dirección opuesta. Se propone directamente ser ejemplar; en qué y cómo es cuestión secundaria que luego procurará resolver. No le interesa labor alguna determinada; no siente en nada apetito de perfección. Lo que le atrae, lo que ambiciona es ese efecto social de la perfección, la ejemplaridad. No quiere ser ni bueno, ni sabio, ni santo. No quiere, en rigor, ser nada en sí mismo. Quiere ser, para los demás, en los ojos ajenos, algo que en el fondo no es, en una ceremonia de la inautenticidad.

La pluma shakesperiana que recreó los arquetipos de Ricardo III y Macbeth, hoy hubiera reparado, sin duda, en Juan Carlos I y esa falsa ejemplaridad que trasluce las poliédricas peripecias nada modélicas del emérito monarca en el ámbito del bacarrá espurio de los negocios oscuros, la patrimonialización del país y del Estado siempre compadecidos a los intereses privados del anterior rey y los lances de alcoba generosamente costeados con dinero público en una promiscuidad deshonesta entre el tesoro español y los caudales del rey campechano. El emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España era un reino y él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la inviolabilidad de su real persona lo que, como a Franco, lo hacía intocable hiciera lo que hiciera, un reducto feudal de los señores de horca y cuchillo poco compatible con la democracia.

La falta de ejemplaridad conduce a una sociedad donde se han abolido los ideales, los sueños de dignidad, de respeto a la vida y de convivencia pacífica entre las personas

El desinterés de Juan Carlos I por todo lo que no fuera él mismo como bon vivant, atento únicamente a sus placeres, su avaricia por el dinero, sus escapadas venéreas llegó a tal enjundia que ya no pudo ser solapada por unos mass media cortesanos siempre dispuestos al panegírico y una clase política dinástica sólo atenta a reproducirse en espacios de poder en el contexto de una oligarquía de partidos ampliada.

Por todo ello, la abdicación del monarca fue un intento de mantener vigentes todas las anteriores abdicaciones. La de las fuerzas políticas de izquierdas que en el pacto del llamado consenso abdicaron de construir una auténtica alternativa ideológica al sistema de la Transición. La forzosa abdicación de las clases populares a sus derechos laborales y cívicos. La represiva abdicación de la ciudadanía a la prosperidad y a una vida digna, sometida a la pobreza, el paro y la exclusión social por la rapiña de las élites económicas y financieras auténticos beneficiarios del sistema. Son las múltiples y dolorosas abdicaciones, con excepción de la del rey, que han derribado el atrezzo para mostrar los auténticos ijares de ese poder fáctico siempre en el extrarradio del escrutinio ciudadano.

La falta de ejemplaridad conduce a una sociedad donde se han abolido los ideales, los sueños de dignidad, de respeto a la vida y de convivencia pacífica entre las personas, se enfanga en los intereses individuales y grupales y pierde el sentido del bien vivir en común. Es la instauración del plebeyismo, volviendo a Ortega, como consecuencia de la democracia morbosa. Plebeyismo en cuanto a la carencia de altura de miras, de principios, de la política concebida como un impulso ético encaminado al bienestar colectivo.

La falsa ejemplaridad de un rey