sábado. 20.04.2024

España, propiedad privada

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Se cumplen ahora cien años del nacimiento del escritor norteamericano Ray Bradbury en cuyos relatos nos presenta un futuro, distópico, que ya es contemporáneo,  pero sin renunciar  a los recursos poéticos. El uso en sus textos de las metáforas, los símiles y la analogía, no eran usuales en la ciencia ficción. De hecho, él no se consideraba adscrito a este género, al igual que Carlos Marx no se tenía por marxista, pero la tendencia a encasillar es algo patológico que nos libra de cierto desconcierto intelectual. El Bradbury de pluma simbólica y poética construye una forma muy eficaz de enfrentarnos con el drama de la alienación y el exilio de la libertad: un ciudadano pasea por una ciudad desierta. Un coche policial robotizado lo detiene. El patrullero cruza la ciudad mientras el arrestado contempla como de todas las ventanas de los edificios sale una luz mortecina y amarillenta. De pronto, en una calle observa como uno de los apartamentos está iluminado con una luz blanca y resplandeciente. El detenido sonríe y murmura: mi casa, En la novela Fahrenheit 451 uno de los personajes es encarcelado por conducir despacio y fijarse en el paisaje.

Con ello nos advierte Bradbury del peligro de la uniformidad, de la unanimidad impuesta que subvierte los basamentos reales de la libertad. La democracia británica descansa en una sana paradoja: “we agree to disagree” (nos ponemos de acuerdo para discutir) y la armonía de la comunidad se basa en la controversia permanente. Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar “eso de la unanimidad.” Al escritor vasco, le daba lástima “un pueblo unánime, un hombre unánime.” La obsesión por lo unánime es siempre un sesgo conservador en España, que encierra la uniformidad fáctica para preservar un régimen de poder acomodado a los intereses de las minorías económicas y estamentales. Desalojar del formato polémico cuanto no convenga a las élites o a la jefatura de Estado que las ampara con su embalaje político e institucional se ha convertido en el artificioso orden objetivo de las cosas y la corrección política. El consenso del pacto de la Transición trazó una gruesa línea donde la moderación se enmarcaba en una descentralidad con demasiado encorvamiento a la derecha. Lo posible se funda en un sistema que cada vez más permite, como dice John Gray, que “la mayoría de la gente renuncie a la libertad sin saberlo”.

La promiscuidad entre lo privado como suplantación de lo público, la encarnación del Estado en una persona que es albacea de un poder preconstitucional, es el resultado de haber introducido en la Constitución de manera mecánica y obstinada elementos fácticos de dominio, cuyo desarrollo convertían en escoria conceptual la soberanía del pueblo

La democracia decae cuando el Estado se convierte en el instrumento de intereses privados muy definidos y la misma institución está encarnada por una familia, que en el caso español, no puede ser fiscalizada por ninguna institución. La jefatura del Estado heredó la misma inviolabilidad y el mismo blindaje que la que tenía en el caudillismo. En este sentido, no habría que olvidar que a Carlos I de Inglaterra y Escocia le costó la cabeza desobedecer al parlamento. En realidad la privatización del Estado supone la suplantación de la soberanía nacional y el abandono del bien común. El filósofo americano Stanley Cavell escribió que la democracia es una cuestión de voz. Se trata de que cada ciudadano pueda reconocer en el discurso colectivo su propia voz en la historia. Sin esto no hay política, sólo gestión, o gobernanza como se dice en los ámbitos económicos, y sin política, la democracia pierde sentido.

La Constitución del 78 en todos sus términos concretos blinda el poder privado mediante la monarquía; en el texto constitucional no se transfiere ni se redistribuye ningún tipo de poder, es el mismo constituido por la fuerza de las bayonetas el 18 de julio de 1936, de hecho las fórmulas que pudieran reformar ese poder constituido y nunca constituyente son malabares jurídicos y parlamentarios imposibles de llevar a cabo. Lo que hace el poder en la Carta Magna es ceder derechos y libertades individuales, que como cualquier cesión puede ser constreñida o revocada. Si una democracia no es un régimen de poder, la ciudadanía y el interés común serán, en lugar de los artífices, los damnificados del sistema político. Hasta tal punto llega el blindaje del poder posfranquista que, caso único en una democracia, las encargadas de la defensa de la Constitución son las Fuerzas Armadas, que no es sino la defensa del poder privado a través de la corona.

Todo ello, ha propiciado que los grandes conceptos se hayan convertido en patologías a causa de la tendencia a la momificación y la anacronía que representa la falta de idealismo moral en la acción política. Esto ha conformando una sociedad amortajada, rendida al becerro de oro, unánime en el elogio al poderoso y de una atroz avenencia a la hora de condenar con dureza a aquel que osa desafiar al coro de panegiristas del poder. Crisis de toda índole se acumulan en los ijares sistémicos precisamente por las contradicciones y desequilibrios políticos y morales que genera su propio funcionamiento privado mientras el régimen solo admite reforzar las causas de su propia quiebra sin que los partidos dinásticos puedan constituirse en alternativas reales.

La promiscuidad entre lo privado como suplantación de lo público, la encarnación del Estado en una persona que es albacea de un poder preconstitucional, la imposibilidad de escrutinio democrático de dicho poder, es el resultado de haber introducido en la Constitución de manera mecánica y obstinada elementos fácticos de dominio, cuyo desarrollo convertían en escoria conceptual la soberanía del pueblo. La praxis de la definición constitucional transformaba lo primario en secundario,  y la diferencia que se hacía entre “democracia vigilante” y “democracia vigilada” no tenía de verdad otro sentido sino como broma gramatical, pues aquellos elementos fácticos, justificándose mediante conceptos circunstanciales, se habían convertido en constitucionales.

En este contexto, la convivencia democrática se vuelve cada vez más difícil con una sociedad civil dolosamente desarticulada y unos partidos políticos de Estado o dinásticos que estiman que la democracia es un ente volandero que puede ser salvada al margen de aquello que debe constituirla. 

España, propiedad privada