viernes. 29.03.2024

El final de la democracia

mordaza

La derecha ha tejido una tupida telaraña legal y coercitiva que impide la profundización democrática, la centralidad de la soberanía ciudadana y el desarrollo libre del individuo

Los conservadores y el complejo financiero-mediático, con la aportación  esporádica  pero  muy solícita, del “bloque constitucional”, tienen el convencimiento  autoritario de que cualquier modificación o relectura del sistema político supondría un riesgo para la arquitectura oligárquica del régimen de poder vigente que, cada vez más, gestiona sus desequilibrios y el malestar ciudadano mediante el déficit democrático y la criminalización del pensamiento crítico.  Y todo ello, bajo el mantra propagandístico de la aplicación de la ley y la salvaguarda del Estado de derecho. Pero lo cierto es que la derecha ha tejido una tupida telaraña legal y coercitiva que impide la profundización democrática, la centralidad de la soberanía ciudadana y el desarrollo libre del individuo.

La llamada “ley mordaza” y los delitos de odio configuran normativas gravosas para las libertades individuales y la seguridad jurídica de la ciudadanía como han corroborado las denuncias que Amnistía Internacional o la PDLI llevan realizando desde que se aprobaran en el Congreso y que ha supuesto un aumento considerable de la arbitrariedad y la subjetividad de la Administración a la hora de sancionar a los ciudadanos. Además, hay más supuestos sancionables y se ha eliminado el control judicial de un buen número de situaciones. Por ello, los ciudadanos contemplan atónitos e impotentes cómo se descarga todo el peso de la ley en tuiteros, cómicos, actores, titiriteros o participantes en manifestaciones pacíficas, perdiendo la cuenta de los detenidos, denunciados, juzgados y condenados, siempre por los mismos delitos: odio, enaltecimiento, humillación. Si a todo esto añadimos la reforma laboral, precarizando el trabajo, con sueldos por debajo de la subsistencia, constriñendo los subsidios por desempleo, privando al trabajador de los mínimos instrumentos de autodefensa, completaremos una panoplia represiva que se compadece poco con un Estado saludablemente democrático.

Al igual que los militares que se sublevaron contra la legalidad republicana en 1936 juzgaron a sus compañeros de armas que se mantuvieron dentro de la ley por un delito de “rebelión militar”, todas las restricciones a las libertades públicas se acometen según la propaganda derechista para la defensa del Estado de derecho, es decir, se nos quiere hacer ver que la democracia se garantiza limitando las libertades democráticas. Esta política farisaica viene a señalar cómo el régimen político se ha acogido al maquiavélico arte dello Stato en virtud del cual el Estado es un valor superior a los derechos y libertades individuales o colectivas. En este caso del Estado postfranquista cuyos componentes ideológicos y estamentales le han impedido constituirse en un auténtico Estado nacional y esto conlleva  que los intereses de unas minorías sean asumidos por dicho Estado como universales y generales.

En el fondo, todo esto representa una respuesta autoritaria a la profunda crisis poliédrica que padece el régimen político que es incapaz de reinventarse para su adaptación a los retos que tiene planteados y para neutralizarlos reduce el formato polémico de la vida pública, desiste de las soluciones políticas a los problemas políticos y arroja el debate democrático a la sentina del orden público. El problema catalán, la crisis social, la desigualdad, el malestar de las mayorías sociales son ya problemas policiales. Se gobierna con la razón de Estado que limita el ámbito de lo opinable, de lo posible.  Todo ello abona la tesis de Acemoglu y Robinson que dice que la calidad de las instituciones determina los éxitos o los fracasos de los países.

Pedro Sánchez tenía la oportunidad, siguiendo las demandas de la militancia expresada en las primarias, de representar una auténtica alternativa a la deriva autoritaria conservadora y asumir las grandes reformas estructurales desde identidades democráticas en lugar de escenificar el desconcierto que supone apoyar a la derecha en esas razones de Estado que no es sino un acercamiento a las tesis más favorables para el Partido Popular. La verbalización de cierto voluntarismo no es suficiente cuando la praxis lo desmiente. Esta tribulación  se agrava en el contexto de un partido donde barones, jarrones chinos, recipiendarios de puertas giratorias, desde sus trincheras de influencia marcan caminos de subversión  contra la Ejecutiva Federal, el mandato congresual y la voz de la militancia.

El final de la democracia