martes. 23.04.2024

La democracia excluyente

Discurre la esgrima de la vida pública entre pronombres políticos que sustancian un voluntarismo excluyente.

La quiebra de la hegemonía social, en el sentido gramsciano, es decir, considerando la hegemonía social como la conciencia de que los propios intereses corporativos superan los límites de la corporación, de un grupo puramente económico y pueden y deben convertirse en los intereses generales, en palabras del mismo Gramsci, han propiciado que en esta etapa poselectoral todo los resortes preventivos del régimen del 78 hayan saltado como cortafuegos para preservar íntegramente la arquitectura de una ecología de la vida pública diseñada para mantener la influencia de las minorías dominantes.

El sistema electoral, Ortega afirmaba que la salud de la democracia depende de un mísero detalle técnico, precisamente el procedimiento de escrutinio; el Senado, con la única función en el pensamiento constituyente de ejercer el bloqueo al Congreso en caso de una composición inadecuada de la Cámara Baja a los intereses de la hegemonía social de las minorías fácticas, y la Constitución con sus blindajes estratégicos para hacer imposible una cambio en el estatus quo, se han presentado, luego de los comicios de diciembre, como los resortes que hacen del cambio social, la ampliación de la participación ciudadana, de la profundización democrática, de la implantación de la política como tarea moral y la entronización definitiva de las mayorías sociales como sujeto histórico de la centralidad democrática, utopías que quieren presentarnos como irrealizables.

Por todo ello, discurre la esgrima de la vida pública entre pronombres políticos que sustancian un voluntarismo excluyente. Constitucionalistas y antisistema o radicales, con un brumoso sentido ético de la discrecionalidad discriminatoria ya que se intoxica a la opinión pública sobre la inconveniencia de que se configuren gobiernos con tendencia progresista mientras que se presenta como sensato y conveniente un gobierno conservador a pesar de que el PP en algunos lugares, por ejemplo, Valencia, ha actuado como una trama criminal organizada.

Delimitar un ámbito político, en virtud de los intereses de las élites económicas y estamentales,  entre lo integrado y lo excluido es crear un peligroso déficit democrático al restringir de forma sumaria el espacio de lo socialmente aceptable y la constricción de los elementos constituyentes del debate político, circunscribiéndolo a deliberaciones discriminatorias y viciosas líneas rojas.

El agotamiento del régimen del 78 es el fracaso de una ficción, Ortega lo llamaría fantasmagoría, cuyo atrezo se ha visto desmontado por el abandono sufrido con motivo, o como coartada, de la crisis por los sectores de la población más vulnerables, cada vez más extensos, y la degradación del modo de vida de las mayorías sociales.  La rigidez del sistema, con su déficit democrático, el oxímoron como base del cinismo propagandístico –Marcuse hablaba de la sintaxis que proclama la reconciliación de los opuestos uniéndonos en una estructura firme y familiar: “bomba atómica limpia”, “radiación inofensiva”- que configura un lenguaje orwelliano donde performativamente se limita la democracia en nombre de la democracia, se empobrece a la gente en nombre del bienestar de la gente, donde la violencia la ejercen las victimas y que sirve a las minorías dominantes y su aparato político y mediático para delimitar los asuntos no opinables ni sujetos a formato polémico.

La crisis institucional, política y social que padecemos no es sino el desprendimiento tumultuoso de las bambalinas inauténticas  en el que el sistema funda su tautológica supervivencia. Ello supone la incapacidad de organizar el caos de  las contradicciones que supura el régimen de poder. Un sistema excluyente cada vez será más ajeno a la realidad y, por tanto, cada vez más fallido.

La democracia excluyente