viernes. 19.04.2024

La crisis de la monarquía y diez mil soldados rusos al paso de la oca

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La aguda crisis de la pandemia y la falta de homogeneidad en la respuesta a la crisis sanitaria a causa de una derecha que utiliza el dramatismo de las circunstancias para hacer oposición política, ha tenido en los últimos días el predicado de la violencia en las calles de la mayoría de las ciudades españolas. La policía afirma que los jóvenes atrabiliarios carecen de móviles ideológicos, aunque son las algaradas que gustan a los partidos de orden para apelar a sus soluciones autoritarias y posdemocráticas. Los disturbios violentos no tienen génesis racionales; Azaña afirmaba que nunca se había hecho una revolución al grito de “¡Pantanos o muerte!”, son epifenómenos de situaciones complejas que generan un estado de ánimo explosivo por la incertidumbre y el miedo a situaciones que comprometen la supervivencia del individuo. Eso sí, los jóvenes alborotadores presentan unos estados psicológicos muy manipulables para los que pretenden mediante el caos imponer su irracionalidad ordenancista.

Todo ello son apéndices de un deterioro multifuncional del Estado posfranquista donde sus propias contradicciones constituyentes fluyen sin que exista voluntad de corregirlas y que implosionan en los intersticios sensibles del régimen del 78 que no puede resolver los problemas que genera su propia estructura de poder. A la crudeza de la crisis sanitaria hay que unir la crisis económica, social, territorial y política, que conforman una decadencia sistémica que distorsiona la posición de los diferentes poderes del Estado. En este contexto, la democracia vigilada del pacto de la Transición se convierte en un simulacro. La jefatura del Estado irradia una imagen ilegible en los países de nuestro entorno. La falta de ejemplaridad del rey emérito, cuyo enriquecimiento irregular, sus actividades de comisionista, su capital opaco en paraísos fiscales, las extravagancias de bon vivant, se escudan en una absoluta inviolabilidad heredada, como la misma corona, del modelo caudillista y las actuaciones partidistas de Felipe VI han colocado a la Monarquía en los márgenes de una impune arbitrariedad.

El incendiario discurso real del 3-O, sobre Cataluña, colocó al poder arbitral del Estado al nivel de un beligerante órgano partidario, irreconciliable con un sector mayoritario de los catalanes de los cuales el monarca debió pensar, y no lo hizo, que también es rey. Si el Estado se rebaja a una guerra ideológica y territorial, como si parte del espacio físico que gobierna, fuera algo extraño e incómodo, pierde su capacidad de constituirse en lo que debe ser: un ente superior capaz de armonizar las expresiones políticas y culturales que constituyen la realidad de lo que llamamos España. Isabel II intervino en la campaña del referéndum de Escocia pero no para defender la unidad sino para recordar que la corona es neutral y que la votación era un asunto que concernía a los escoceses. Como correlato de lo anterior, el líder independentista Alex Salmond afirmó que Isabel II seguiría siendo reina de Escocia aunque ganara la independencia. Algo que no hubiera sido ninguna novedad en el caso de la monarca británica puesto que ya lo es de naciones independientes como Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Bahamas o Jamaica.

El caducado Poder Judicial, obturada su renovación por una derecha empecinada en la judicialización de la política, en aplicación de aquel concepto orgánico del franquismo, que tanto ha hecho rechinar a los huesos de Montesquieu en su tumba, de poder unívoco y diversidad de funciones, se ha sustanciado en sentencias e instrucciones disparatadas en el contexto de la sensibilidad democrática que han ido desde la penalización de la libertad de expresión, la reinvención de conceptos penales bastantes orwelianos como la “violencia pasiva” hasta los diez mil soldados rusos dispuestos a defender la independencia de Cataluña. Las causas judiciales orientadas políticamente para que el adversario en la vida pública se convierta en un simple y vulgar delincuente constituyen un déficit democrático de tal envergadura que libertades y derechos constitucionales se convierten en una retórica vacía.

A este deterioro del régimen coadyuva sobremanera la utilización de los servicios de inteligencia, las llamadas cloacas del Estado, en la construcción de relatos y pruebas dudosas contra miembros del propio gobierno, lo que supone una aberrante conspiración permanente contra la legalidad democrática por parte de aquellos que tendrían que protegerla. Todo ello destruye la soberanía popular, malpara los derechos de las clases populares que soportan sobre sus hombros los privilegios de las minorías influyentes mediante una metafísica, subjetividades y arquetipos sociales e ideológicos fundamentados en una hostilidad permanente del poder fáctico hacia las mayorías sociales.

¿Cuál es la verdadera función y posición de la izquierda entre estos escombros democráticos? En un espacio que no fuera de quiebra democrática debería construir un gobierno que trascendiera a la mera acepción y fuera capaz de vertebrar procesos de transformación social, que identificara un ubi consistam común entre mandantes y mandatarios, una ubicación compartida para definir los límites y contenidos del poder. Sin embargo, la institucionalización de las organizaciones de izquierda, su adaptación a la hegemonía cultural conservadora impuesta por el pacto de la Transición, la desmovilización del tejido progresista de la sociedad civil, la renuncia a la configuración orgánica de partido de masas por la de partido funcionarial de cuadros dependiente de los presupuestos del Estado, constriñe sobremanera la acción política de las organizaciones de izquierda. La incertidumbre en una ciudadanía penalizada en la crisis económica por las élites extractivas, con una degradación onerosa en su nivel de vida, trabajando en precario por salarios de hambre por debajo del umbral de supervivencia, acosada por la pobreza, y ahora con miedo por su salud, produce una ansiedad social que puede alterar la convivencia de una sociedad demasiado castigada por un régimen atrincherado en sus inercias autoritarias.

La crisis de la monarquía y diez mil soldados rusos al paso de la oca