viernes. 29.03.2024

Credibilidad y representación en una sociedad cerrada

La vida pública desde la transición en España no ha sido otra cosa sino la historia de una desconfianza.

La sociedad cerrada lo es porque disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia, privada y pública. El demos, la ciudadanía, se queda sin voz, sin universalidad, ante los que defienden sus propios intereses y privilegios en contra de la calidad democrática, la justicia, los derechos cívicos y las libertades públicas que se abisman hasta la extenuación en un Estado mínimo donde la desigualdad y los desequilibrios sociales son elementos cotidianos. Una estructura discursiva que impregna la sociedad de una perversa metafísica en la que el individuo se convierte en prisionero de las calculadas ambigüedades que le proclaman el centro del orden social en una sociedad de masas al tiempo que anulan su voluntad mediante la propaganda y la despolitización. Como señalaba Pierre Rosanvallon ser representado no es sólo votar y elegir un representante, es ver nuestros intereses y nuestros problemas públicamente, nuestras realidades vitales expuestas y reconocidas.

La vida pública desde la transición en España no ha sido otra cosa sino la historia de una desconfianza. Desconfianza con la que se consagraron los instrumentos de participación ciudadana, como los referendos o la iniciativa legislativa popular y que es un reflejo de este modelo de democracia de baja intensidad; que  concentró en las cúpulas de los partidos los resortes sobre el acceso, ascenso y exclusión de la política, haciendo de las organizaciones entes cerrados al objeto de que se mantuvieran dentro del sistema; que impidió una verdadera ruptura con las élites económico-financieras del franquismo a través de un pacto que consolidó una democracia débil donde el poder del dinero prevalece sobre el político. Desconfianza que ha producido el paulatino descrédito de la actividad pública y partidaria y el  alejamiento entre el sistema y los ciudadanos al igual que aquella inmensa suspicacia que llevó a Felipe II a simular ser un cadáver y encerrarse en la tumba del Escorial negando y negándose la percepción de la realidad.

Los regímenes políticos en España han sido tradicionalmente y en exceso paréntesis que se extendían formando una discontinuidad histórica propensa a que desde el diagnóstico de Napoleón sobre una España gobernada por curas y caciques, los equilibrios de poder se hayan perpetuado entre la rigidez autoritaria y el orden impuesto por los intereses de las minorías organizadas. Según Ortega, la legitimidad es la fuerza consagrada por un principio, de lo cual también se colige que cuando los principios son sustituidos por la estrategia de la ambigüedad y la confusión que supone el fraude político de ocultar los propósitos y atrincherarse en la impostura al objeto de imponer lo que Alain Touraine denomina el silencio de las víctimas, la táctica se torna debilidad: basta un ligero viento para que la escenografía de cartón piedra se venga estrepitosamente al suelo y deje ver la imposibilidad de imponer la acción política bajo una permanente invisibilidad de la ciudadanía. El discurso que afirma que no hay alternativa es letal para la democracia que reclama para su subsistencia alternativas y no alternancias. Como recuerda Hans Magnus Enzensberger es la prohibición de pensar, no es un argumento, es un anuncio de capitulación.

Las brechas democráticas, la corrupción no como excrecencia sino como savia del sistema, la consolidación de una obscena desigualdad, la espada de Damocles de la exclusión y la pobreza sobre las mayorías sociales, la demolición del mundo del trabajo, el desproporcionado poder de las élites económicas y financieras, conforman un escenario sin credibilidad para la ciudadanía que no encuentra en las permanentes agresiones que recibe instrumentos de autodefensa en un régimen de poder cada vez más deslegitimado. Ello conduce a una falta de representación que para Aranguren cristaliza por una carencia de contenidos sustantivos que concluye en la desmoralización colectiva. Seguramente porque el individuo no sabe qué responder, porque carece de criterios, se siente desorientado. La respuesta depende de la convicción y fidelidad a unas ideas. Pero también depende del sentimiento. Cuando falta contenido, no hay convicciones, el sentimiento no tiene donde adherirse y falla también. Falta el estímulo para responder. Ortega, por su parte, afirma que la moral no es un añadido del ser humano, sino su mismo quehacer para construir la propia vida. Y añade: “un hombre desmoralizado es un hombre que no está en posesión de sí mismo.”

Havel nos hablaba de la recuperación de los valores morales: “Los valores tradicionales de la civilización occidental, como la democracia, los derechos humanos, la libertad individual... son valores morales que tienen, por tanto, un sentido metafísico. Tengo la impresión que esta conciencia ha desaparecido. Pienso, por ejemplo, en la falta de voluntad de sacrificar el bienestar particular por el interés general.” En este sentido, Jacques Delors respondía a un filósofo que le recriminaba la inoperancia de la Unión Europea ante el conflicto de Bosnia: los ministros europeos –decía Delors, entonces presidente de la UE- carecen del sentido de lo trágico. Efectivamente, sin voluntad para el sacrificio de lo propio y sin el sentido trágico de la existencia que tanto atormentó a Unamuno, es difícil que las ventajas de la modernización representen verdadero progreso.

Credibilidad y representación en una sociedad cerrada