jueves. 28.03.2024

La Constitución, callejón sin salida

El agotamiento del régimen del 78 es el fracaso de una ficción, Ortega lo llamaría fantasmagoría.

El agotamiento del régimen del 78 es el fracaso de una ficción, Ortega lo llamaría fantasmagoría, cuyo atrezzo se ha visto desmontado por el abandono sufrido con motivo, o como coartada, de la crisis por los sectores de la población más vulnerables, cada vez más extensos, y la degradación del modo de vida de las mayorías sociales. La rigidez del sistema, con su déficit democrático, el oxímoron como base del cinismo propagandístico –Marcuse hablaba de la sintaxis que proclama la reconciliación de los opuestos uniéndonos en una estructura firme y familiar: “bomba atómica limpia”, “radiación inofensiva”- que configura un lenguaje orweliano donde performativamente se limita la democracia en nombre de la democracia, se empobrece a la gente en nombre del bienestar de la gente, donde la violencia la ejercen las victimas y que sirve a las minorías dominantes y su aparato político y mediático para delimitar los asuntos no opinables ni sujetos a formato polémico, siguiendo el sarcástico principio establecido por el escritor Frédéric Beigbeder (que no en vano comenzó su carrera como publicitario), de que “no hay que tratar al público como si fuera imbécil ni olvidar nunca que lo es.” Todo ello supone un avance irrefrenable hacia el pasado. Ricardo de la Cierva, tan poco sospechoso de veleidades no conservadoras, definía la monarquía de Alfonso XIII como generadora de “un país cuyo staff and line socioeconómico se basaba en el privilegio, en el aprovechamiento de la turbia zona tendida entre lo público y lo privado y –tópico aparte- en las últimas estribaciones del feudalismo.”

El parangón con el actual sistema es tan preclaro que se puede intuir que la Transición no era sino resituar al país, después de dinamitar a la República, el desgarro bélico y la dictadura,  en la génesis del siglo pasado con sus minorías dominantes, un país de caciques lo definía Azaña, su turno de partidos y los estrechos márgenes del acto político que arrojaba al anatema de la radicalidad cualquier opción que intentara diluir sus múltiples estrecheces. Es decir, en pleno siglo XXI se pretendía reencarnar lo que fue un estrepitoso fracaso histórico. Pero era fácil generar la primigenia credibilidad al comienzo de la Transición pues cualquier libertad por mínima que fuese, la celebración de elecciones, por restrictivo que fuese el sistema electoral y la legalización de los partidos políticos se percibía como un avance, mientras se mantenía intacto el régimen de poder que ponía el Estado al servicio de las minorías económicas y estamentales. Sin embargo, ayer, como hoy, la verdad existe, sólo la mentira es una invención; por eso, los que no quieren ser vencidos por la verdad, son vencidos por el error. Hoy España padece esa decadencia donde el error es la consecuencia de imponer una realidad oficial ajena a aquellos intersticios donde, fuera de los frontones institucionales, fermentan las creencias, reprobaciones y usos sociales.

La desafección de la ciudadanía, no a uno u otro partido sino al régimen en su totalidad identificado como la causa de todas sus desgracias, la esclerosis del sistema por sus malformaciones funcionales como consecuencia de la parcialidad de los órganos del Estado y la consecuente corrupción como elemento constitutivo del régimen, han supuesto una quiebra múltiple de la estructura política del país que se ha querido subsanar con el cambio nominativo en la jefatura del Estado y la reedición de los pastiches proclamados en los primeros instantes de la Transición, que hogaño flotan en el perplejo vacío de la incredulidad. Los argumentos de ayer carecen de efecto cuando las mayorías sociales han sufrido en sus propias carnes las consecuencias de un orden establecido que es débil para defender a los débiles de los fuertes y fuerte para defender los intereses de los fuertes contra los débiles.

Canovas en la génesis de la Restauración de la que fue artífice, afirmó que habían venido a continuar la historia, pero para las fuerzas conservadoras continuar la historia es siempre detenerla. La izquierda española también detuvo su historia para adherirse al régimen de la Transición. El proceso adaptativo al sistema representó orillar todo lo que supusiera modelos ideológicos de transformación y cambio para suplirlos por cierto progresismo aparente de carácter identitario y de modos de vida que no entrañaban ningún pensamiento crítico que cuestionara los intereses y la influencia de las minorías dominantes, iniciando un camino irreversible hacia posiciones conservadoras en busca de una inexistente sociología de centro. Con ello, la izquierda se ha sumido en la espiral decadente del régimen sin reparar que transita una historia que no le pertenece.

La Constitución, callejón sin salida