Cautivo y desarmado el Ejército Rojo

La derecha en España siempre fundamentó su poder e influencia política y social en forzar las hechuras de la nación hacia lo extemporáneo. El dominio feudal de las élites económicas y estamentales y esa tendencia conservadora hacia el autoritarismo que, según Octavio Paz, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo, componen de forma determinante el propósito secular de los conservadores  de que los ciudadanos siempre tengan que vivir como presente momentos históricos destinados a pasar. El orden establecido es la derecha, su discurso unívoco la convierte en poseedora de la hegemonía ideológica mientras el intento de gestionar el malestar de la ciudadanía se señala como un acto contra el sistema y como un desorden en el contexto de la legalidad establecida.

Aquello que pretenda crearse un espacio político fuera del control de los que mandan es populista, sea el que sea su origen y aspiración. Con lo cual el término es simplemente un instrumento de guerra ideológica. Primero, se les señala como populistas y después se les excluye como actores de las mayorías parlamentarias y de las alianzas de gobierno. Ello supone que todo debe quedar en la marginalidad si no hay una aceptación acrítica de las relaciones de poder establecidas. No de otra manera puede entenderse que Mariano Rajoy con una gestión tan dolorosa para las mayorías sociales y con un partido emponzoñado por una corrupción estructural haya transferido su incapacidad para conseguir una mayoría parlamentaria que lo legitimara para formar gobierno, a un Partido Socialista dispuesto a desfigurarse en su posición y función en la sociedad hasta el extremo de entrar en una profunda crisis identitaria por la aceptación incondicional de las líneas rojas impuestas por la derecha.

El paso al pluripartidismo era la respuesta a una exigencia de mejor representación de una sociedad compleja. Es sorprendente que el PSOE haya sido incapaz de establecer nexos con los portadores de nuevas demandas y haya acabado en manos del que, según la teórica esgrima política, es su adversario real. Una rendición, fruto de su extravagante deriva ideológica, que le coloca para largo tiempo en posición subsidiaria y que expresa una idea muy estrecha de la democracia, reduciendo el espacio de lo posible hasta límites autoritarios, en torno a este inexistente lugar  llamado centro. Y pone de manifiesto la impotencia y la sumisión de una política que, incapaz de devolver a la ciudadanía la palabra que se le ha ido quitando, condena de antemano cualquier intento de dar voz al malestar.

Es sobre ese magma que apela a la resignación a que todo lo que favorece a las mayorías sociales sea imposible e inconveniente y que en su nombre se les empobrezca y se les hurte su capacidad de influencia en las decisiones del poder en lo que se fundamenta hoy el mediocre debate político que plantea los problemas de la nación en los ámbitos polémicos ajenos a los intereses de las mayorías cívicas. La hegemonía ideológica de la derecha en nuestro país siempre ha representado un secuestro parcial de la democracia.