jueves. 28.03.2024

Cataluña: todos a la cárcel

La crisis catalana podría llegar a situaciones realmente extravagantes, como que los Mossos d'Esquadra procedieran  a la detención del presidente de la Generalitat o que los calabozos policiales se vieran ocupados por más de setecientos alcaldes catalanes o por  los miembros de la mesa del Parlament. El gobierno de Rajoy, el Tribunal Constitucional y el fiscal general del Estado, reprobado por el Congreso, dan por hecho que el problema catalán es una cuestión de orden público. O algo más que orden público: una degradación del antagonismo a mero delito común. Una situación que puede sembrar inquietud también al otro lado del Ebro por cuanto está ilegalización de facto de la política en los desarrollos de la vida pública puede tener el oneroso coste democrático de considerarse la disparidad o el malestar ciudadano como formas delictivas, cuyo primer paso, fue la famosa “ley mordaza.”

El extrañamiento de la política supone reducir el debate público a un limitado territorio de lo posible, a una carencia real de alternativas, buscando una uniformidad  que saque el problema del formato polémico y lo sitúe en el ámbito de los hechos consumados como razón de Estado.   El soberanismo lleva meses anunciando lo que ha hecho y el gobierno llevaba años sin hacer nada para evitarlo, buscando ese estado de sazón del problema donde el acto de gobierno es sustituido por la gestión policial en nombre del poder coercitivo del Estado.

Esta degradación del acto político como esencia de los cimientos del sistema produce lo que nos enseñaba Aristóteles cuando concluía que las fuerzas –pero no los principios- que concurren para promover y conservar la vida son los mismos que pueden destruirla. ¿Cuál va a ser a partir de ahora el papel del Estado en Cataluña? ¿Qué encaje puede tener Cataluña en el Estado español después de estos acontecimientos? Teniendo en cuenta, como se ha visto una vez más, que esta reducción del problema catalán a una gestión del orden público procede del hecho retardatario de que los gobiernos conservadores siguen operando con una lógica y unos tropismos de Estado unitario incapaces de llevar a cabo una lectura global de cuál es su función en una perspectiva federalizante del Estado de las autonomías. Es la herencia casi intacta del régimen monárquico que desde los Decretos de Nueva Planta y en especial durante el siglo liberal y reaccionario del XIX, se hizo incompatible  con el pluralismo cultural y político  dentro de la unidad de soberanía del Estado.

No hay que olvidar, por otro lado, que las Cortes no son el Sinaí, no legislan ab eternum porque, como afirmó Azaña, un pueblo, en cuanto a su organización jurídica-política, es antes de la Constitución, entidad viva. La democracia, según Hobbes, supone en cierto modo una victoria sobre el tiempo porque, a diferencia de los monarcas, la multitud que gobierna nunca muere. Frente a lo que se nos ha hecho creer, la democracia tampoco puede tener un espacio cerrado, pues no cabe en un Parlamento ni en las fronteras de un Estado, sino que existe siempre como el lugar común de esa resistencia, de ese intervalo en el que se afirma el poder de la ciudadanía.

Cataluña: todos a la cárcel