jueves. 28.03.2024

Cataluña contra el Estado español o viceversa

Cataluña vive una fuerza centrífuga de inadaptación que patentiza la carencia de un proyecto de país  que rompa con el estado estamental y patrimonialista que asume como hostilidad la realidad diversa de España

“A nosotros -afirma Manuel Azaña en el Congreso de los diputados de la República- nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde…” Momentos históricos azorinianos, el escritor levantino decía que vivir en España era hacer siempre lo mismo, que la República había heredado de una monarquía que impuso una unidad yerta rígida de España y en los que las pasiones retóricas de la margen izquierda del Ebro eran fruto de una aspiración de libertad y las pasiones de la margen derecha se fundaban en el patriotismo; pero, volviendo a Azaña en la misma sección parlamentaria donde se discutía el Estatuto catalán de 1932, nadie tiene derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica,  se necesita, que además de patriótica, sea acertada. De lo que se trata, en rigor, no es oponer la idea vieja de la unidad a la idea de la dispersión de los territorios sino de crear una unidad hecha de voluntades libres, para que Cataluña y otras autonomías sean, no parte de la cultura, la historia y el destino del conjunto del solar español como antes, sino en mayor grado por sentirse plenas y más felices de sí mismas. Porque el llamado “problema catalán “, es decir, la historia, la cultura y la personalidad identitaria de Cataluña concebidas como problema, no es una disputa entre pueblos peninsulares, ya que la convivencia territorial es fraterna y de enriquecimiento mutuo, es una beligerancia histórica y sentimental de Cataluña contra un estado ideológico y, por tanto, de sesgo parcial y autoritario con un componente tradicional de registro anticatalanista.

Las relaciones de Cataluña con el resto de España siempre han estado marcadas por la complejidad. En el siglo de la máquina de vapor, la industrialización catalana tuvo lugar en un país sin carbón, sin hierro, con muy escasa materias primas y con un mercado como el español de muy baja capacidad adquisitiva. Los problemas sociales generados por la industrialización eran fenómenos extraños para la España agraria y artesana y para los gobiernos instalados en un Madrid cortesano y feudal, que veía los conflictos laborales de la Cataluña industrial como simples problemas de orden público que podían ser exportados a las masas agrarias de la España subdesarrollada. La derecha nacional más retardataria, y que es la única que ha existido en España desde que en el amanecer del S. XVIII se optó, en lugar de por un sistema de gobierno como el holandés o el inglés, por una monarquía absoluta al estilo borbónico galo, ha consolidado siempre regímenes muy poco permeables a la mentalidad democrática del poder a favor de las minoría organizadas que configuran el viejo estigma proclamado por Joaquín Costa como oligarquía y caciquismo.

El problema surge cuando el Estado - o, si se quiere, el concepto ideológico del Estado- no acaba de compadecerse con las estructuras que deberían constituirlo, como es la plurinacionalidad, y sigue actuando con una lógica y unos tropismos de Estado unitario.

Es el torpor político que nace cuando el poder central no lleva a cabo una lectura global sobre cuál es su función en una perspectiva federalizante del estado de las autonomías. Y en este caso, como en tantos otros, la ortopedia conceptual propicia ese desarreglo que se produce cuando la evolución social y cultural es natural, casi mecánica, y el sistema político no sigue, por aferrarse a lo anterior, lo que es actual políticamente es anacrónico socialmente. Fue el gran error de la Restauración decimonónica donde la monarquía arrastraba, sin transformarla la herencia canovista.

En realidad, lo que padece España, o el estado español, es una crisis de poder, no por la morosidad o timidez de este poder, sino todo lo contrario, por su contundencia en la parcial absolución como universales y, por tanto, generales de la nación de los intereses de las minorías estamentales y económicas. Una desviación que procede de la carencia histórica de una definición de los límites y contenidos del poder en el postfranquismo para reconstruirlo desde identidades democráticas. Esta reforma necesaria y urgente del Estado requiere saber lo que es España, lo que es la nación, lo que significa dentro del marco del país vivir todos juntos, según qué normas y qué valores comunes. Es el elemento vital del cambio político y la profundización democrática, ya que no hay que olvidar que una reforma es una corrección de abuso y un cambio es una transferencia de poder.

Cataluña vive una fuerza centrífuga de inadaptación que patentiza la carencia de un proyecto de país  que rompa con el estado estamental y patrimonialista que asume como hostilidad la realidad diversa de España. Es un Estado beligerante que deja de representar a la sociedad para representar a la élite y, por tanto, sin función de garante de los derechos y libertades cívicas si éstas entrañan conflicto con los intereses de las minorías organizadas. Esta parcialidad institucional supone que para las mayorías sociales y algunos territorios esté destinado lo que anunciaba la canción de Bob Dylan: “Lo que te espera en el futuro es aquello de lo que huiste en el pasado”.

Cataluña contra el Estado español o viceversa