martes. 23.04.2024

La hora de la verdad para Europa

La crisis provocada por el Covid-19 ha puesto de manifiesto, de forma más descarnada que nunca, algunas cuestiones centrales del “mal europeo”: la carencia de un proyecto de unión compartido; la incapacidad para tomar decisiones a tiempo y con perspectiva de largo plazo; la inexistencia de un análisis actualizado y completo del coste de la no Unión Europea.

De acuerdo con la teoría de los “pequeños pasos” y de la idea de una “progresión pragmática”, se ha ido desarrollando una UE cada vez más magmática, heterogénea, y menos funcional. Ni confederal ni federal, con posiciones y sensibilidades europeas diferentes entre norte y sur y entre este y oeste, con pretensiones y competencias comunitarias y, al tiempo, cada vez más interestatal, con una zona monetaria interna común, pero sin completar la misma con instituciones políticas acordes con esa fundamental cesión de soberanía.

Volver atrás no es una opción, sería un enorme desastre, no sólo para los países endeudados, también para los otros, incluida Alemania

En frase que se atribuye al general McArthur, “todas las derrotas se resumen en dos palabras: demasiado tarde”. No se llegó a tiempo cuando se rechazó el Plan Werner, ni cuando se creó la moneda única sin un horizonte y un plan de desembocadura en una mayor integración política; tampoco cuando sobrevino la crisis financiera de 2008. En esa ocasión, a la indefinición estratégica y al bloqueo de los países acreedores se le unieron las políticas de austeridad radical. De ellas se derivaron, entre otras cosas, estancamiento económico, aumento de las desigualdades, sociales y entre países, incapacidad para establecer una política emigratoria común, aumento del populismo de extrema derecha, gran endeudamiento en los países más débiles – reducido en base al recorte de los pilares del Estado del bienestar (la subida de impuestos a los más pudientes está muy mal vista en la ortodoxia gobernante). Medidas, por cierto, no sólo impuestas sino también muy aplaudidas por quienes hoy acusan de no “hacer los deberes” a los países “pigs”.

Se dieron pasos importantes, coyunturales, para evitar el derrumbe del euro: sobrepasar, de facto, las  ortodoxias  del BCE, creación del MEDE, anuncio de caminar hacia la creación de un verdadero presupuesto de la Eurozona y de una Unión bancaria. A cambio, eso sí, de que algunos cumplieran las condicionalidades impuestas y se hicieran “más frugales”. No sólo no se avanzó apenas en esos buenos propósitos, sino que tampoco se evitaron fuertes deterioros en los mercados de trabajo y en los sistemas de protección social en los países que hacen gala de frugalidad.

Ante esta nueva crisis, se ha empezado con claros signos de que no se ha aprendido la lección de la anterior. Todavía era ayer cuando los países acreedores, han querido reducir, en el Marco Financiero Plurianual, al 1% el presupuesto comunitario, que ya es más de 20 veces inferior al federal estadounidense. Sin comenzar dejando claro qué queremos, si una soberanía europea o una en cada uno de los 27 Estados miembros. Como si no existiera la zona euro. Nuevamente, con un debate de medias verdades y de buenos y malos. Es el momento, sin insultar a nadie, de dejar claro que no es una batalla del norte contra el sur, como se dice: cuatro de los seis países fundadores de la Comunidad europea están pidiendo una respuesta fiscal mutualizada a la crisis. No es solidaridad, es coherencia estructural lo que se pide -los fondos estructurales y el de cohesión tampoco fueron un acto de solidaridad sino algo necesario y justo para compensar las consecuencias de la puesta en marcha de las llamadas “cuatro libertades”-. No es “riesgo moral” de unos y “no pasa nada” de otros cuando, los que eso aducen, se convierten en paraísos fiscales a costa de los ingresos de los demás, ni cuando vulneran los “superávits excesivos”, o si los objetivos de la “armonización en el progreso”, de la Comunidad Europea fundacional, se convierten en contrarreformas sociales regresivas. Sin tener para nada en cuenta que la riqueza y los sistemas de protección social de unos eran muy inferiores a la que había en otros cuando se creó la Unión Económica y Monetaria.

Como ha advertido la señora Lagarde, no caigamos en el “demasiado poco, demasiado tarde”. Ello es, desde luego, esencial para la eficacia de las medidas que se terminen adoptando, pero no es suficiente para evitar la debacle de la unión monetaria y, como consecuencia, de la propia entidad comunitaria. O la respuesta se hace bajo el objetivo de afrontar esta crisis en común, mutualizando la respuesta, evitando que unos países se hundan y otros resistan e incluso aumenten sus ventajas, como ha sucedido en la crisis de 2008 con esta arquitectura de la Unión, o la crisis económica y social que se anuncia parece inevitable que derive en una gran crisis política.

Volver atrás no es una opción, sería un enorme desastre, no sólo para los países endeudados, también para los otros, incluida Alemania. Una hecatombe, igualmente,  para un mundo interconectado y enfrentado a desafíos que son globales. Desde las pandemias a las desigualdades pasando por la preservación del planeta o de la democracia, la puesta en cuestión de las instituciones multilaterales por grandes potencias y el repliegue nacionalista. Y en el que la Unión Europea, pese a haber perdido, perceptiblemente, una parte de su valor referencial, sigue siendo un actor esencial. A condición de que sobreviva y se refuerce, claro.

La opción de que la UE se quede con la estructura actual, con nuevos apaños añadidos, tampoco es sostenible. La única opción con futuro es la de reconstruir la Unión, dando al BCE los atributos propios de tales instituciones, creando una Unión bancaria, una Unión presupuestaria, un Tesoro europeo. Con lo que ello implicaría, por poner sólo un ejemplo, la regulación impositiva, eliminando para ello la exigencia de unanimidad en ese campo. Y un sistema de gobierno institucional más comunitario y democrático. Probablemente, para ello, será imprescindible articular mejor y de forma más coherente las dos velocidades representadas por el mercado interior y la zona euro. El Tratado de Lisboa, en su artículo 50, abrió la posibilidad de que un Estado miembro pudiera salir de la UE. Y la pertenencia a la zona euro tampoco es obligatoria. El bréxit es un ejemplo, nada deseable en mi opinión, de ello. Sería una sarcástica paradoja que una insuficiente respuesta europea a esta crisis, dubitativa, negativa de la unidad, sin altura de miras, terminara dando la razón a los partidarios de la salida de la Unión.

Sin duda, dar un salto hacia una coherente integración política no será una decisión fácil y los obstáculos son potentes: el incremento de las fuerzas iliberales, autoritarias y nacional populistas; la hegemonía, durante las últimas 5 décadas, de la ideología que ha situado al mercado por encima de la política; los durísimos costes que supondría para cualquier Estado miembro salir de la Unión, tanto en el aspecto económico como emocional. Pero hay momentos cruciales en los que o se va decididamente hacia adelante, o se retrocede. Estamos ante una decisión de ser o no ser y es difícil, por no decir imposible, compartir satisfactoriamente el presente sin compartir la esperanza de futuro, y viceversa.

Si no se da un gran salto hacia una mayor integración política, de carácter federal, indispensable para afrontar la crisis, salvar el modelo social y afrontar juntos las grandes transformaciones que se están produciendo, la UE puede entrar en un declive, ya latente, que puede hacerse irreversible.

En consecuencia, el gran debate sobre el futuro de Europa que se necesita con urgencia debería centrarse en una gran reflexión –también en serios estudios sobre ese riesgo, como se está haciendo para buscar una vacuna contra el covid-19- sobre los costes de la no Europa. Los costes que pueden derivarse de no responder con lucidez, ambición y decisión a la salida y a la construcción del futuro tras esta crisis pandémica.

Puede ser que esa mayor conciencia de las consecuencias que ello entrañaría , unida a la coalición de un grupo de países decididamente partidarios de una Europa federal, y la voluntad de evitar los riesgos de una vuelta a nacionalismos autoritarios, haga posible lo que hoy parece improbable.

Más artículos de José María Zufiaur en nuevatribuna

Fuente Sistema Digital

La hora de la verdad para Europa