viernes. 19.04.2024

El final de la historia y el desvanecimiento de la izquierda

«Si reclamara más justicia me tacharían de carroza y, sin duda alguna, de prisionero de una ideología de otra época».

André Comte-Sponville

El final de la historia, ya saben, es la tesis que el politólogo Francis Fukuyama hizo público en su obra finisecular titulada, precisamente,  El fin de la historia y el último hombre. Sostener que la historia había llegado a su término equivalía a declarar la conclusión definitiva de la pugna ideológica como resultado del final de la Guerra Fría. A principios de los años noventa del siglo pasado, cuando Fukuyama se hace famoso merced a su feliz idea, era evidente el colapso de la URSS, que se confundía con la deslegitimación histórica de la utopía comunista –y de paso del pensamiento utópico como fuente de inspiración de propuestas políticas–, y que seguramente tuvo su culminación simbólica en la caída del muro de Berlín. Por fin la democracia había vencido y quedaba expedito el camino hacia el libre mercado global, el único paradigma económico capaz de ofrecernos un horizonte de prosperidad. La utopía (comunista) ha muerto, viva la utopía (capitalista).

Casi por los mismos años en los que se certificaba el fin del conflicto entre el llamado «mundo libre» y el totalitario de los estados al otro lado del «telón de acero» tomaba forma la teoría de Samuel P. Huntington del choque de civilizaciones. Según propone en su libro titulado dramáticamente El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, el fin de la guerra fría no iba a suponer el tránsito hacia un mundo en paz. La mal disimulada confrontación que había condicionado el panorama de las relaciones internacionales y de la vida política interna de los diferentes países durante décadas en el siglo XX sería sustituida por otra; no una confrontación entre dos grandes bloques a los que estaban adscritos los países de una forma u otra. El siglo XXI vería la disgregación del planeta en una pluralidad de civilizaciones de identidad diversa en las que se incluirían los Estados, teniendo la religión un papel fundamental en tal proceso. En esta nueva situación mundial las relaciones entre las civilizaciones variarían entre lo distante y lo violento, siendo más bien raras la confianza y la amistad. Ya no sería la lucha de clases el motor de la historia, sino la lucha entre civilizaciones.

Es fácil entender que este nuevo marco ideológico, que afecta a la percepción del curso de la historia, delimitado por las dos susodichas tesis –que, por supuesto, se puede definir mejor, con más precisión de matices– conforma un ecosistema tóxico para las ideas que alientan una política basada en los valores de la igualdad y la justicia, que apuesta por que la humanidad puede hacer de su historia una obra de progreso moral y de prosperidad para todos. Hemos pasado de un paradigma político a otro, al modo que Thomas Kuhn postuló para explicar la historia de las ciencias. Lejos quedan las tres décadas siguientes al fin de la segunda guerra mundial, en las que, a decir de Owen Jones en su libro El establishment, y según certifican los datos económicos que recoge Thomas Piketty en su famosa obra El capital en el siglo XXI, se vivió el período de mayor crecimiento económico y de mayor reparto de la riqueza con la consiguiente reducción de desigualdades sociales de acuerdo con un cierto consenso político de inspiración socialdemócrata, y también económico, éste de orientación keynesiana y remplazado a partir de los ochenta por el conocido como consenso de Washington

El caso es que, en la actualidad, y como ya pronosticó el filósofo inglés John N. Gray en su libro de 1998 titulado Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, «la socialdemocracia europea ha sido eliminada de la agenda de la historia», ya que carece de respuestas para afrontar «los males del capitalismo desordenado»; según él, de nada servirán los intentos de renovación de las economías sociales de mercado de la era de posguerra. La prueba más inmediata para nosotros de que esta sentencia es compartida por un sector significativo de los políticos en activo es la urgencia indisimulada con la que el partido Ciudadanos la ha borrado de su ideario para abrazar el «liberalismo progresista» (lo que quiera que esto signifique) en su reciente asamblea de febrero. Y no sólo la socialdemocracia, sino toda la izquierda ha ido como desvaneciéndose desde finales del siglo pasado. 

Es difícil explicar por qué una ideología concreta se pone de moda en un determinado momento, como fue el caso del fascismo en los años treinta del siglo XX, y por qué otras caen en desgracia como le ocurre actualmente al socialismo democrático. No obstante, tengo para mí que la tesis del fin de la historia es ciertamente muy dañina para el pensamiento de izquierdas. Dar por conclusa la historia implica una sentencia definitiva que no admite recurso. Significa que ya no hay más que decir ni novedad que esperar. No ha lugar a la creatividad frente a un estado de cosas que ha sido legitimado por el veredicto de la historia. Si se interioriza esta idea, sólo queda la resignación. Es lo que subyace al «es lo que hay», que rige como lema en el discurso político predominante, y que da por definitivo lo «estable-cido». Ciertamente es el fin de la historia, porque supone abrazar el esencialismo que Nietzsche denunció en El crepúsculo de los ídolos cuando acusaba a los filósofos dogmáticos de falta de sentido histórico y de odio al devenir. Me inclino a pensar que en la izquierda finisecular y en la que en nuestros días participa en la política europea hay una cierta merma de ese sentido histórico que, genéticamente, contribuyó de manera primordial a forjar su ideario, y que se resistía a resignarse ante «lo que hay» al pensar en «lo que debería haber». 

El darwinismo  –coetáneo de la concepción dialéctica de la historia– fue terrorífico para el pensamiento conservador por lo que supuso de golpe al esencialismo, núcleo ontológico de toda ideología política con alergia a la idea de que todo statu quo es susceptible de transformación, ya que, tras el progresivo proceso de secularización impulsado desde la ilustración, no hay justificación ni trascendente ni inmanente para su continuidad indefinida. Quiere decirse entonces que la historia política como la historia natural tienen base material y carácter dinámico –y no divino ni definitivo–, y que es menester estudiarla científicamente para tomarla. Me atrevo a sostener que esto se ha olvidado en el nuevo paradigma de la izquierda; que empezó a perder capacidad de inspiración a partir de los años sesenta del siglo pasado con «la revolución divertida». Así se titula el libro en el que el periodista y editor Ramón González Férriz trata el conjunto de manifestaciones sociales y culturales que se identifican con la revolución de 1968. Analizándola desde la distancia histórica y con frialdad, y a la vista del  posterior devenir de sus propuestas concluye en su libro: «El supuesto ímpetu revolucionario del 68 se convirtió en una aceptación acrítica y resignada del mercado –o, mejor dicho, se afianzó como tal, porque nunca había dejado de aceptarlo aunque fuera inadvertidamente–, y las reivindicaciones de emancipación colectiva se fragmentaron en innumerables grupos con intereses propios que asumieron la teatralidad de los sesenta pero se resignaron a las formas de participación política ortodoxas».

Los setenta fueron la confirmación de esta deriva de desintegración del espíritu colectivo de la izquierda al inaugurar la «Me Decade», la década del yo, de la utopía inoperante en la que evadirse de una realidad vulgar, que consecuentemente queda intacta en lo esencial. «La imaginación al poder» para quedar fagocitada por él. Años después la new age y el paradigma filosófico de la postmodernidad mermaron el vigor con que la ciencia había nutrido tradicionalmente el espíritu innovador de la política de izquierdas. Reproduzco a continuación un texto extraído del libro Imposturas intelectuales de Alan Sokal y Jean Bricmont que expresa lo que quiero decir: «A lo largo de los dos últimos siglos, la izquierda se ha identificado con la ciencia y contra el oscurantismo, por creer que el pensamiento racional y el análisis sin cortapisas de la realidad objetiva (natural o social) eran instrumentos eficaces para combatir las mistificaciones fomentadas por el poder –además de ser fines humanos perseguibles por sí mismos–. Sin embargo, durante los últimos veinte años [el texto es original de 1997] un buen número de estudiosos de las humanidades y científicos sociales “progresistas” o “de izquierdas” (...) se han apartado de esta herencia de la Ilustración».

Así queda la tierra bien abonada para el trabajo que los think tanks conservadores empezarían a realizar preparando el advenimiento del thatcherismo y su vindicación del individualismo, como destaca oportunamente Owen Jones en su libro ya mencionado. En él lleva a cabo un detallado repaso a lo que ha sido el devenir de la vida política británica desde los años inmediatamente previos al advenimiento del gobierno conservador de la «Dama de hierro», y que no deja de ser el precursor de lo que estaba por llegar al resto de Europa. El joven autor inglés lo tiene muy claro: a su éxito político contribuyó decisivamente un trabajo ideológico de largo recorrido que convirtió en el único programa de gobierno razonable el conformado por el recorte de impuestos a los ricos, la venta de recursos públicos, la reducción del Estado, los recortes de la seguridad social y el debilitamiento de los sindicatos. Esto constituye hoy día en la mayor parte de Europa –incluido España– la normalidad, lo que se considera el «centro» o la «moderación». Otras opciones son estigmatizadas y difamadas (recuérdese en nuestro país lo que se ha llegado a decir de Podemos o del traumático trance por el que ha tenido que pasar el PSOE); cuando no se llega a afirmar que están fuera del debate político legítimo. Esta demarcación ideológica de lo que la opinión pública considerará posible, racional, legítimo o incluso obligatorio, excluyendo todas aquellas opciones y propuestas que queden fuera de ella es lo que se conoce como ventana de Overton. Fue el politólogo norteamericano Joseph P. Overton, quien concibió la idea a finales del siglo pasado de que es posible mediante una estrategia concreta (la doctrina del shock, por ejemplo) mover la ventana de lo que cabe plantear en el debate público como opción digna de considerarse. De nuevo Owen Jones nos brinda el caso real extraído de la realidad política británica. El sistema nacional de salud británico (NHS en sus siglas en inglés) era intocable incluso para la señora Thatcher; en los setenta no cabía en la ventana de lo posible en términos políticos siquiera plantear privatizarlo. Hace unos años esa privatización comenzó a llevarse a cabo con el gobierno de coalición. Visto así, el sentido común en política viene definido por la ventana de Overton, la cual está sujeta a la movilidad de la batalla ideológica, que la izquierda lleva perdiendo hace décadas, y que la idea del final de la historia contribuyó a ganar decisivamente.

Diríase que la concepción ilustrada de la historia como senda de progreso humano, que depende de las decisiones y acciones de los hombres basadas en el conocimiento de la realidad, se hubiera sustituido por la fatalidad producto de la aceptación de un destino que no deja margen para el cambio de rumbo. De este modo la política es sustituida por la gestión de un estado de cosas que, en lo esencial, no admite variación. Gestión que deja poco margen para la creatividad política en términos de proyecto a largo plazo y a escala global, y que evidencia claramente la asunción de que el viejo proyecto histórico inspirado en los valores de la fraternidad humana es una utopía irrealizable que hay que dejar atrás. La prueba es que ahora la construcción de muros entra dentro de los márgenes de la ventana de Overton, lo que no era así cuando hace décadas se exigía la caída del muro de Berlín (el «muro de la vergüenza», ¿recuerdan?).

Fue precisamente en 2003, año del fallecimiento de Overton, cuando el filósofo norteamericano Sheldon  S. Wolin definía el actual estado de cosas mediante su hipótesis del totalitarismo invertido, la cual aplica a la realidad de los Estados Unidos de Norteamérica. Una realidad conformada, según él, por la combinación de un cuerpo legislador débil, un aparato legal que es a la vez complaciente y represivo, un sistema de partidos en el que cada uno de ellos, en el poder o en la oposición, se dedica a mantener el sistema existente para favorecer a una clase dominante integrada por los ricos, los influyentes y los empresarios. No importa si ello requiere dejar a los ciudadanos más pobres en la indefensión política y mantener a las clases medias oscilando entre el miedo al paro y las expectativas de prosperidad. Coincide Owen Jones –que lo demuestra mediante ejemplos de su país– en que tal estado de cosas no sería sostenible sin la ayuda de unos medios de comunicación serviles y de una máquina de propaganda desarrollada por instituciones conservadoras generosamente subvencionadas; tampoco hay que pasar por alto la colaboración de policías y agencias nacionales de seguridad y vigilancia, que lo mismo identifican a terroristas y a extranjeros sospechosos como a disidentes internos (en el momento que escribo estas líneas es actualidad la llamada «policía patriótica» a raíz de las declaraciones en sede judicial de un exalto cargo de la policía nacional de nuestro país). ¿Un cuadro exagerado o fiel a «lo que hay»?

El hecho –tal y como lo percibe Mario Bunge en su «Filosofía política»–  es que «ha habido un notorio desplazamiento hacia la derecha en casi todos los grupos políticos de todo el mundo»; lo que él denomina el «desvanecimiento de la izquierda». El mejor exponente de esto es el caso del Nuevo Laborismo de Tony Blair que Owen Jones analiza en su mencionado libro con todo lujo de detalles; de izquierdas por su retórica electoral, pero más cercano al liberalismo político si nos atenemos a los efectos objetivos de su gobierno. Algo de lo que ha tiempo se contagió toda la izquierda europea, resultado al menos en parte es lo que sugierode haber asumido de facto la tesis del final de la historia, y que conlleva un cierto olvido de la propia genealogía ideológica.

El final de la historia y el desvanecimiento de la izquierda