viernes. 29.03.2024

Los escenarios y los desguaces

La presidenta de Brasil Dilma Rousseff sorprendía esta semana a sus más estrechos colaboradores al confesarles una travesura...

La presidenta de Brasil Dilma Rousseff sorprendía esta semana a sus más estrechos colaboradores al confesarles una travesura: hace unos días, llevada por un impulso, se había protegido con un casco, montado en una moto y, sin informar a sus responsables de seguridad, se había lanzado a recorrer de incógnito las calles de Brasilia. La prensa se hizo pronto eco de la aventura y no falto el periodista analítico que explicase el episodio motociclístico como un intento de la presidenta de acercarse a la auténtica realidad brasileña, esa que hace unos meses le sorprendió por las calles con las mayores -y aparentemente inesperadas- manifestaciones que el país recordaba desde hacía décadas.

La explicación no estaría mal si no fuera por un pequeño detalle: si hay un lugar en este país menos indicado para aproximarse a la realidad brasileña, ese es sin duda Brasilia. No en vano esta ciudad tan futurista como provinciana, diseñada hace poco más de cincuenta años por Lucio Costa y Oscar Niemeyer, habitada en gran medida por funcionarios de ingresos desorbitados y diplomáticos (o aspirantes) aburridos de sí mismos, es conocida tradicionalmente como Isla Felicidad, una burbuja artificial tan cercana al Brasil auténtico que la rodea y abastece del servicio doméstico, como ajena a él.

Claro que también ocurre que no son pocas las ocasiones en que hallamos más autenticidad en la representación de las cosas más que en la realidad de las mismas, siempre llena de ruidos e imperfecciones que distorsionan nuestras previsiones. Es por ello, por ejemplo, que Jean Floressas des Essenties -el protagonista del À rebours de Joris-Karl Huysmans- decidió interrumpir su viaje a Londres al considerar que todo lo que pretendía encontrar allí ya lo había logrado experimentar en las primeras etapas francesas del viaje, antes incluso de llegar al Canal de la Mancha. De hecho, como bien saben los directores de cine y teatro, los gerentes de parques temáticos y los tours operadores, la mayoría de las personas carece de interés por los espacios reales y solo aspira a disfrutar de un buen escenario que no defraude sus expectativas. Por eso Dilma Rousseff prefiere tomar el pulso a Brasil desde Brasilia y Mariano Rajoy renuncia por unas horas a la pantalla de plasma, para mostrar a los españoles su cercanía con un paseo campestre por la ribera del río Umia.

Todo ello nos permite comprender mejor la importancia crucial que en nuestras sociedades adquieren los escenógrafos. Especialmente en una época como la nuestra en la que la propia realidad hace tiempo que vio desvanecer sus contornos físicos para confirmarse como una geografía etérea y virtual. La pericia del escenógrafo será lo único capaz de evitar la artificiosidad, o peor aún, el carácter trasnochado, de unos decorados que suman al espectador en la decepción.  Hollywood, siempre atento a ese tipo de detalles, aprendió a evitat estos inconvenientes con pragmatismo. Es lo que pasó con Lo que el viento se llevó, filme en el que optó por recrear el incendio de Atlanta mediante el recurso de pegar fuego a la caduca escenografía de King Kong, no fuera que alguien cayera en la tentación de reutilizarla y pusiera al descubierto en otra película la frustrante presencia del cartón piedra.

La estrategia creó escuela y parece hoy haber sido asumida por los responsables financieros internacionales empeñados en presentarnos el estado del bienestar como un decorado caduco listo para la destrucción. Es así como, pasado el tiempo de los recortes, los modernos gurús neocons consideran llegado el momento de los desguaces. Por lo pronto, Ulrich Grillo, presidente de la Federación de la Industria Alemana, ya ha propuesto a Grecia que aporte su patrimonio nacional para pagar a los bancos. En España, ni siquiera han tenido que insinuarlo porque el gobierno se ha apresurado a poner en venta con un entusiarmo inusitado hasta las bellas tierras de Almoraina.  Y mientras tanto Rajoy paseando por el bucólico escenario del río Umia. Tal vez un último paseo antes de subastarlo.

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