jueves. 28.03.2024

Perdidos (3). El relato triunfal de la derecha

En 1996, tras una feroz y desleal campaña de acoso al gobierno socialista, el Partido Popular ganó las elecciones generales con 9,2 millones de votos...

En 1996, tras una feroz y desleal campaña de acoso al gobierno socialista, el Partido Popular ganó las elecciones generales con 9,2 millones de votos, el 41,71% de los emitidos y 146 escaños, pero sin mayoría absoluta. Victoria que en el PSOE, con 7,8 millones de votos, 34,86% de los emitidos y 122 escaños, interpretaron como una derrota dulce.

Descalificados los mandatos de González con la muletilla de “paro, despilfarro y corrupción”, llegaba al Gobierno un equipo de personas (presuntamente) competentes y honradas, procedente de “un partido incompatible con la corrupción”, según su presidente, y dispuesto a iniciar la “segunda transición” apuntada por Aznar un par de años antes, que contenía nuevas metas y un nuevo relato triunfal.

Esta “transición” consistía asumir los dogmas del neoliberalismo económico sin reparos y en volver políticamente atrás, a la fuente nutricia, a la placenta, como dice Javier Cercas, que es el franquismo, para reevangelizar y reespañolizar España y colocarla en el lugar que merecía. Ardua tarea que exigía mucha autoridad, mucha opacidad y no poca propaganda.

El liderazgo fuerte de Aznar pretendía difundir la idea de había llegado a la Moncloa un equipo eficaz, decidido a resolverlo todo con prontitud –“Soluciones” fue el lema de la campaña electoral-, pero realmente consistió en gobernar de forma prepotente, despreciar a la oposición y copar con personas afines las altas instancias de las instituciones públicas.

La opacidad fue norma de gobierno, que sirvió bien a la privatización, supuso la clausura de fuentes de información (silencio estadístico) y permitió financiar ilegalmente el Partido. Y el control de los medios de información públicos y la formación de un grupo ideológicamente afín de medios de comunicación privados dio lugar a un régimen de propaganda.

La médula de la segunda transición era abordar una gigantesca remodelación de la sociedad para devolver poder a la iglesia católica, restaurar la moral tradicional, conservar el régimen democrático (sin abjurar del franquismo) pero reducido al mínimo imprescindible, disciplinar a la población para ampliar el beneficio empresarial reduciendo riesgos (e impuestos) y transferir riqueza desde las rentas bajas hacia las altas. En esta asimétrica redistribución del excedente social, el propósito de eliminar empresas públicas y reducir el magro Estado de bienestar transfiriendo sus propiedades y servicios a empresas privadas ocupó un lugar central, pues el patrimonio empresarial del Estado y la prestación de los servicios sociales se estimaron una especie de continente recién descubierto y dispuesto para ser explotado, sobre el que los neoliberales se arrojaron con voracidad colonial. El pretexto para arrebatar al control público el patrimonio colectivo fue equilibrar el presupuesto nacional y conseguir el tan cacareado déficit cero, coartada contable (y falsa) para expropiar al conjunto de la población trabajadora los servicios públicos que forman el llamado salario indirecto y entregarlo, sin demasiadas formalidades legales y a precios muy ventajosos, a empresas privadas con el argumento, desmentido en la práctica, de que el servicio prestado será mejor y más barato.

El déficit público se redujo sobre la base de ahorrar gasto, pero los impuestos sí subieron, en particular los que afectaban a los salarios y al consumo, se privatizaron empresas públicas como Red Eléctrica, Argentaria, Telefónica, Repsol, Tabacalera, Endesa y Gas Natural entre otras)- y se adoptaron otras medidas para dinamizar el mercado.

La liberalización del sector eléctrico (Ley 54/1997) privatizó empresas y creó un reducido oligopolio integrado en UNESA (Iberdrola, ENDESA, Gas Natural, Fenosa, HC y E.ON), que impuso un canon a los consumidores para satisfacer un presunto déficit crónico motivado por el llamado “tránsito a la competencia”.

La liberalización del suelo (decreto de junio de 1996 y Ley del Suelo de 1998) dinamizó el sector de la construcción pública y privada. Según el BBVA, entre 1998 y 2007, este sector aportó el 20% del crecimiento, el 23% del empleo y el 50% de la inversión total, pero facilitó la especulación y provocó la burbuja crediticia e hipotecaria, que estalló durante el mandato de Zapatero.

El publicitado éxito económico de Aznar se apoyó en la recuperación iniciada ya en el último mandato de González y en la sensación de euforia generada por la oleada ascendente de la globalización, amplificada de modo persistente por la propaganda. España iba bien (la Bolsa iba bien; la especulación iba bien, la corrupción, también); era el país de las oportunidades y el futuro parecía radiante para los emprendedores, para los trabajadores no tanto (el paro no bajó del 9%, España era el primer país de la UE en accidentes laborales, el 35% de la población activa tenía empleo precario, más de la mitad de los hogares no podía ahorrar, la subida de salarios no acompañó a la de beneficios y España se alejaba del promedio europeo en los principales indicadores del Estado de bienestar).

En su vertiente económica el relato dominante revistió un carácter tecnocrático, que, en apariencia, despojaba de influencias políticas la gestión del aparato productivo y el sistema financiero. El mercado, cada día más liberalizado, marcaba la pauta y lo que debía hacer un buen gobierno era gestionar bien (no cómo los socialistas); en teoría, más que gobernar personas debía administrar bien las cosas.

El tono y el estilo del discurso fueron proporcionados por Aznar y copiados por la plana mayor del Partido. En realidad más que un discurso era una colección de tópicos y una sucesión de coletillas de manual de “management”, como “una crisis no es un problema, es una oportunidad”, “la solución pasa por un correcto diagnóstico y por adoptar medidas”, “gobernar es decidir”, “liderar un país es tomar decisiones”, “hay que resolver los problemas”, “hay que adoptar las decisiones más convenientes para las instituciones”, con las que Aznar, tan dado a soltar solemnes obviedades y la mayor parte de las veces, absolutas vacuidades, iba formalizando los temas del argumentario que sus seguidores repetían como loros.

Los elementos del discurso, extraídos manuales de dirección de empresas y de escuelas de negocios, se distribuyeron en cascada por todos los niveles del partido con la intención de mostrar la (supuesta) preparación profesional de sus dirigentes para administrar los bienes públicos. La realidad, que no era tan complaciente, fue sepultada por un montón de palabras vacías como liderazgo, oportunidad, visión, misión, inversión, riesgo, cálculo, mérito, triunfo, futuro, inteligencia, competencia, libertad, mercado, flexibilidad, responsabilidad, rentabilidad, creatividad, productividad, proactividad, positividad, sinergias, renovación, innovación, eficiencia, excelencia, tecnología, comunicación,  información, rendimiento o espíritu corporativo.

La empresa privada quedó instituida como el modelo más eficiente de gestión y los empresarios, en particular los grandes, fueron presentados como los principales protagonistas de la vida económica y social y ejemplos a emular.

La frase de Aznar “el milagro soy yo” es otra pieza de este relato triunfalista sobre la España que iba bien, pero tan pretenciosa afirmación era la opinión de un gobernante postinero arrogándose méritos que no eran sólo suyos. Crecía el PIB de España, pero también el europeo, el de EE.UU. y el de casi todo el mundo. El secreto estaba en que Aznar gobernaba cuando crecía la economía mundial; el milagro era la globalización impulsada por el sector financiero actuando libremente escala mundial; el pretendido milagro personal del líder era el resultado local del capitalismo desbocado.

Desbocado también en España, como se comprobó después, pero entonces no se vieron los efectos a largo plazo de lo que se estaba gestando. Bien al contrario, en el campo económico, España, como cuarta economía de la Unión, caminaba en pos de nuevas metas en Europa y de lo que pudiera pillar en América Latina. A Aznar lo que le interesaba de Europa era el mercado, no la política, por ello se declaró satisfecho por el fracaso de la Constitución europea pero defendió el Tratado Maastrich y la moneda única.

Sacar España del rincón de la historia fue otra de sus metas, que consistió en alejarla de la Europa política, estrechar lazos con el Vaticano y uncir el país al carro del amigo americano. El jefe del Gobierno español formó parte del cortejo de sacristanes que acompañó al Presidente norteamericano G. W. Bush en su campaña para convencer al mundo de que era preciso derrocar el régimen de Sadam Hussein porque poseía armas de destrucción masiva; armas que no se encontraron, pero el país quedó destruido.

En el orden interno, la asunción de los valores neoliberales fue de la mano con la reafirmación del franquismo, recalcando los valores de la moral católica, de la unidad nacional y del españolismo más rancio. Junto con ello, Aznar se propuso reescribir el pasado y corregir el relato sobre la Transición, cambiando los protagonistas y adjudicándose un papel que ni él ni los “populares” tuvieron. En la nueva versión, la Transición ni siquiera fue una ruptura pactada, sino la continuación legal del régimen franquista utilizando el germen democrático contenido en la dictadura, que para desarrollarse sólo necesitaba una situación propicia, la cual se produjo cuando la izquierda se civilizó y halló el concurso de la derecha dialogante, que era el Partido Popular, porque sin ningún recato se apropiaron del discurso de UCD y pasaron de detractores de la Constitución y rémoras de la Transición a convertirse en sus albaceas, en los promotores del consenso, en los únicos intérpretes autorizados del pasado inmediato y en los árbitros sobre lo que es democrático y lo que no.

El triunfal relato conservador sobre España concluyó abruptamente la noche del domingo 14 de marzo de 2004, cuando el recuento de votos dio el triunfo en las elecciones generales al Partido Socialista.

A la hora de votar, mucha gente recordó los malos modos de Aznar, la invasión de Iraq, la Ley de Extranjería, la Ley de Calidad (catolicidad) de la Enseñanza, el “decretazo”, la huelga general del año 2000, las privatizaciones, las “stock options” de Villalonga seguidas del ERE en Telefónica, Gescartera, la marginación del Senado, el abuso del reglamento del Congreso en favor del Partido Popular, la desnaturalización de la Ley de Acompañamiento de los Presupuestos y la incapacidad para actuar con eficacia en casos urgentes, como los del submarino “Tireless”, el petrolero “Prestige”, las “vacas locas” o el accidente del Yakolev-42. Ni habían olvidado la (des)información de RTVE, dirigida por Urdaci, la actuación de Miguel Ángel Rodríguez como portavoz del Gobierno y el intento de engañar a los ciudadanos al atribuir a ETA los atentados del día 11 de marzo, perpetrados por islamistas. 

Al día siguiente de celebrarse los comicios, el Partido Popular comenzó una etapa de crispación, a la que llamó “oposición patriótica”, que duró siete años.

Perdidos (3). El relato triunfal de la derecha